(Painting by Hieronymus Bosch: Ascent of the Blessed)
Para el corazón, la vida es sencilla: latir mientras pueda. Mientras pueda latir, claro. ¿Quién había sido el imbécil que había dicho esa frase, con la pomposidad pseudo modesta con que se expresan algunos escritores, como si tuvieran algo interesante que enseñarnos? ¿Sencilla la tarea del corazón?
¡Cómo se notaba que ese tipo nunca había sufrido un infarto ni el más mínimo problema cardíaco!
Latir mientras pueda. De eso se trata. Mientras pueda. Pero de sencillo, nada.
Tendido como estaba en la camilla del servicio de guardia del hospital, oía de lejos con los ojos cerrados las puertas vaivén que se abrían o cerraban al paso de enfermeros o médicos y un tintineo metálico de instrumentos a su izquierda.
Latir mientras pueda. Para el corazón, la vida es sencilla. ¿De dónde había salido esa frase? ¿Y por qué le zumbaba en el cerebro como una mosca, que ni se muere, ni se va, ni deja de joder, ahora que lo que más ansiaba era descansar? Sencilla, ésa era la palabra que no cuadraba. ¿Sencilla la tarea del corazón? Semejante responsabilidad. Bombear y bombear sin descanso para que la vida siga. Latir mientras pueda. No olvidarse de latir. Nunca. La más mínima distracción podía ser fatal. Sin contar con los interminables recorridos que hacía la sangre que bombeaba y los muchos obstáculos que encontraba a su paso, en ese cuerpo suyo que él quería como si se hubiera parido a sí mismo por los muchos placeres que le procuraba, pero que se había vuelto tan voluminoso a fuerza de no privarse de nada, que ahora la sangre no encontraba por dónde pasar.
¡Sencilla! Seguro que el tipo ése que lo había dicho era flaco como un fideo y de placeres carnales, nada: una austeridad luterana, con cada cosa en su lugar y una función para cada órgano, todo en orden. En un cuerpo así, claro que el corazón no tenía mucho trabajo, pero también se aburriría como una ostra, latiendo siempre a un ritmo regular, sin acelerarse ante unos senos despampanantes, un culo bien hecho o un buen plato de carne asada. Lo ponía fuera de sí que una frase cualquiera, por el solo hecho de haber sido publicada, de aparecer en letras de molde en un libro o incluso en un artículo, de ésos que solo leen “entendidos”, adquiriera de pronto valor de verdad incuestionable. Lo dijo Fulanito. Entonces lo creemos a pies juntillas. Es así y punto. No se cuestiona. Toda esa banda de sometidos, que necesitan gurúes que les digan lo que tienen que pensar, y hasta sentir. Lo sacaba de quicio.
No, de ninguna manera la vida es sencilla para el corazón. Es solo sencilla en la medida en que no conocemos todos los procesos vitales en juego cada vez que nuestro corazón late. Es sencilla si consideramos sencilla también la evolución de un embrión en el vientre de su madre o la reproducción de las células o el rebrotar de las plantas cada primavera.
¿Sencilla? ¡Habrase visto tamaña ignorancia!
De repente, el monitor a su izquierda se ha puesto a proferir un sonido agudo y penetrante, justo cuando la aceleración del pulso, su furia ante la estupidez humana, se ha convertido en una sucesión de latigazos en las sienes. Un dolor indecible le aprieta el pecho. Se le nubla la vista y pierde el conocimiento. Lo último que alcanza a ver es un enjambre de batas blancas que se ajetrean en torno a la camilla y él, que nunca ha creído en más dioses que su gula y su lujuria, reza: “Late, corazón mío, sigue latiendo, no vayas a olvidarte. Late mientras puedas que, si no, muero.”
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Alguien está hablando, pero no es con él. Un susurro de voces femeninas y roces de materias suaves le llega como de otro tiempo. ¿Será que ha muerto? Piensa en abrir los ojos pero no lo logra.
A través de los párpados cerrados, percibe una claridad radiante a cuyo resplandor la mente evoca, a pesar suyo, imágenes del paraíso: una luminosidad etérea, un rumor como de alas de ángeles, una consistencia vaporosa de nubes entre las que flota, súbitamente despojado de todo peso. Se desplaza ligero por el cielo azul intenso, hace cabriolas con una agilidad que nunca ha tenido. Boca abajo, suponiendo que las coordenadas espaciales fueran las mismas que en la Tierra, estira un brazo para tocar a una creatura celestial desnuda que le guiña un ojo desde una nube cercana y justo en ese momento siente un tirón brutal como si le arrancaran el corazón del pecho. – ¡Ssst! ¡Tranquilo! Ahora tiene que quedarse quietito. – le está diciendo al oído una voz desconocida de mujer. – Tuvo un infarto. Por poco se nos va. Pero cuando parecía que lo estábamos perdiendo, su corazón se puso a latir desesperado…
Los ojos apenas entornados captaban la luz del sol que entraba por la ventana. Sonrió para sus adentros. “Sabía que no me fallarías, corazón mío.”
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