Ave migratoria

Levanta el vuelo, ave acuática de ciudad, planea sobre los estanques de Ixelles, descansa en piedra de agua, retoma, quebrando el hielo, su ascenso en vertical. Y sube. Sube hasta desaparecer en la borrasca, como un ángel negro, sin mirar atrás. Apuro mi cerveza y dejo un billete de cinco euros debajo del cenicero, pero no es verdad, Pablo se queda en el Café Belga tomándose la última y yo me despido con el regusto a té de menta y tabaco todavía en el paladar. Odio que fume. Odio todo lo que hay en él, y lo que falta también. Llevamos trece meses juntos. Me doy la vuelta antes de tomar el tranvía y, con fingido gesto de fumadora, exhalo mi cálido aliento que se torna en humo. Después sostengo el brazo en el aire, despidiéndome con gesto de falsa enamorada. ¡Qué se joda! Mañana tengo que madrugar, no me apetece que venga a casa.

Esta ciudad tiene la costumbre de mantener una temperatura constante de un par de grados sobre cero. Ayer se cubrió de blanco esperanza pero hoy vuelve a caer la inhóspita lluvia medio congelada, sucia, pardusca. Algunos la llaman aguanieve, yo prefiero llamarla aguamierda.

Clara ha vuelto a llegar tarde a la reunión de equipo. “Lo siento mucho, la ciudad está colapsada, el autobús no avanzaba”. Yo sé que Clara viene en metro. ¡Qué más da! En cualquiera de mis antiguos trabajos se la hubiesen cargado ya, pero Clara es contratada laboral fija en la embajada. Yo tengo un contrato temporal, por eso salgo de casa con una hora de antelación. Y cubro mis ojeras, ella no. Clara llora en los baños de la tercera planta, no sabe que la he escuchado un par de veces, cuando me da el apretón y subo un par de departamentos. Por las mañanas trabajamos juntas en las ventanillas de cara al público. Es el mejor momento del día, puedo dejar volar mi imaginación, volver al momento, volar al lugar, donde te conocí.

Llega la hora de la comida y de echar el pestillo. Me produce un extraño placer cruzarme con alguna mirada detrás de la puerta. Llegaste tarde, ¡te fastidias! Oh, ¿no podrás volar a las Bahamas? ¡Qué lástima! Clara siempre se asegura de no estar cerrándole la puerta al destino. Es fácil de identificar, su leviatán tiene los ojos rasgados. Nos ponemos los abrigos, guantes, gorro, orejeras y dos vueltas a la bufamanta. Los rayos de sol me dejan completamente ciega al pisar la calle, Clara saca sus gafas de sol del bolso. ¡Sabía que un día de estos iba a venir!, dice radiante.

La última vez que vi abrirse el cielo así fue cuando tú, ave violenta, cruzaste el cielo de Berlín. Ahora, es un avioneta la que raja el cielo gris de Bruselas y deja entrar al sol cegador. Malos presagios. ¡Vamos a coger unos bocadillos! Clara me arrastra de la manga. No la veo tan contenta como en este instante desde hace meses. Hace tres años vino a pedir un visado para España un japonés que estaba en misión diplomática en Bruselas. La historia duró unas semanas, el tiempo que tardaron en darle una respuesta negativa. Come with me. No puedo. Je t’aime.

Mientras hacemos cola en una famosa cadena que dispensa lo que ahora se conoce como comida sana, me llama Pablo. Que qué hago, que ayer estaba rara, que si nos vemos hoy. No, hoy no puedo, tengo que ver el programa Salvados de anoche. Se cabrea y Clara también. ¿Por qué te comportas así con él, tú que tienes a alguien? Tú, afortunada, que puedes estar con alguien aquí, que lo tienes fácil; quiere decir. Yo le sonrío, volvamos a la oficina. Pero Clara quiere ir al parque Leopold, a disfrutar del sol a tres grados. Y yo no me resisto, nos quedan sólo un par de horas de tareas administrativas.

Clara se culpa por no haber tenido el valor de volar. Pesó más el sentido común. ¿Recuerdas cuando tú y yo creíamos que podríamos con todo? Dice el Génesis que Dios creó un leviatán macho y una hembra pero mató a ésta para alimentar a los honestos, pues si ambos hubiesen llegado a procrear, entonces nada en el mundo podría interponérseles. ¿Tú crees que si pasa por aquí va a reconocerme con toda esta ropa? Si vuelve y anda por aquí… Clara, no va a volver. Pasa página. Déjale ir. Me mira con odio y traga un trozo demasiado grande de pan. Echa el resto al estanque.

Unos gansos y un par de cisnes acompasados se nos acercan desde la distancia. Un cormorán negro entra en escena y se sumerge rápidamente, a la caza de un par de peces de ciudad. El cielo luce gris de nuevo y el viento corta la piel de mis mejillas. Es hora de volver a la oficina. Le lanzo el último trozo de salmón. Y él, orgulloso depredador, lo engulle y coge fuerzas para zarpar. Se posa antes sobre la rama de un roble, me mira y levanta el vuelo. Y con tu vuelo empieza otra vez mi duelo. ¿Qué viniste a desbaratar? Regresa a tus aguas ave de paso, cuervo marino, forastero leviatán.

(Rosa Llobregat)