Bulevar del Censo (1)

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Art work by Enrique Cropper

Volví al hotel sobre las nueve. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas y el silencio en el pasillo era completo. No había rastro del carrito de la limpieza, pero mi cama estaba hecha y el cuarto de baño olía a limón cuando entré en la habitación. Pude haber explorado lo que pasaba en los otros pisos del hotel, buscar donde continuaba la eficiente obliteración del paso de los huéspedes, pero decidí no hacerlo. Tenía la certeza de que Adriana y yo nos encontraríamos pronto y preferí dejar que fueran las circunstancias las que nos acercaran. Ella había estado allí, en mi habitación, y no intentaba ocultarlo. El cuaderno que había guardado en un cajón, como hacía cada vez que me marchaba, estaba abierto sobre el escritorio. Lo cerré sin mirar la página. No quería saber lo que había leído, no me importaba que Adriana conociera mis miserables secretos. No sé por qué me imaginé que ella me comprendería, que no me juzgaría como hacía Carlota con su desagradable superioridad moral.

Las máquinas de la lavandería no aclaraban bien y la ropa liberaba el perfume artificial del detergente que se había quedado atrapado entre las fibras. La lavadora que tenía en mi piso del Boulevard de La Cense era muchísimo mejor y no dejaba rastros.  Podría ir a allí para hacer la colada y ahorrarme los euros que me costaba la lavandería. Usando el mismo razonamiento, también podría vivir en el apartamento y no desperdiciar dinero en la habitación de un hotel de estación. No pude evitar sonreír ante la amplitud de mis inconsistencias, pero lo que había comenzado como un involuntario chiste de auto derrisión, se transformó poco a poco en otra cosa. La necesidad de visitar el apartamento se revolvía en mi cabeza con una insistencia creciente. Aunque lo intentaba, no conseguía deshacerme de un interés inexplicable en observar lo que quedaba de mi vida pasada. Sabía que no debía ir pero ese deseo imprevisto invadía mis pensamientos como un hongo infeccioso. Me senté delante del cuaderno abierto y cogí el bolígrafo  para intentar distraerme y escribir algo, cualquier cosa serviría. Fue un esfuerzo vano, porque todo fue barrido por el ímpetu en mi memoria  del tiempo pasado en el piso.

– ¡Es tan bonito! ¡Y cuánta luz tiene!-

La voz de Carlota resonaba en al aire que ocupaba el vacío cuarto de estar. Llevábamos ya un año en Bruselas y se había hecho evidente que sería lo mejor para los dos vivir en Waterloo. El contrato de Carlota en la clínica veterinaria conllevaba guardias y ella quería estar cerca de la consulta, además de seguir un curso de perfeccionamiento de francés por las noches. Sus razones para querer vivir en Waterloo eran completamente lógicas. Las mías también lo eran, pero vergonzosamente inconfesables. Mis citas con Nina en el hotel Europa serían mucho más discretas si mi mujer vivía y trabajaba a unos veinte kilómetros de distancia. A mí no me importaba coger el tren cada día y con mis continuos viajes, tampoco importaba demasiado donde viviera. El aeropuerto de Zaventem era muy accesible desde Waterloo, lo  que me facilitaba las cosas. Una vez que encontramos el piso en el Boulevard de la Cense, la decisión de comprarlo no  fue difícil. Tenía tres dormitorios, cocina, dos baños y una enorme sala de estar que se abría a una agradable terraza. Estaba cerca del centro de la Waterloo, de los supermercados y a pocos minutos en coche de la estación de tren. La verdad que no se podía pedir mucho más y en pocos días arreglamos el crédito que Cees avaló con toda naturalidad.

– Por supuesto – me había dicho  cuando se lo pedí con algo de vergüenza – No eres ningún riesgo. Con lo que ganas lo habrás pagado en pocos años.

Me guiñó un ojo mientras me lo decía y no le creí, pero tenía razón. Gracias a mi salario, completado generosamente por mis bonos trimensuales, y a la venta de nuestro apartamento en Madrid, pagamos el crédito en apenas cuatro años. Incluso pude comprarle a Carlota su parte cuando nos divorciamos y aún me queda suficiente dinero  para vivir de rentas unos cuantos años. Carlota no quiso quedarse con nada de lo que habíamos compartido. Los muebles de diseño, los utensilios de cocina, la cristalería de la vitrina y los cuadros de las paredes no eran más que un conjunto de restos sin vida que nadie utilizaba ni amaba. Carlota tampoco  se llevó su ropa, toda cara y de marca, ni las joyas que yo le había regalado y que nunca se ponía. Los armarios y los cajones de las habitaciones estaban llenos de testigos abandonados de un tiempo pasado, del que yo también formaba parte desde el divorcio.  No había hecho nada con todas esas cosas durante casi dos años, excepto vagar entre ellas como un huésped que ha excedido la amabilidad de sus anfitriones. Ahora que habitaba en un hotel de estación, podía disfrutar de ese título por derecho propio.

Había llenado varias páginas del cuaderno e intenté continuar, pero no fui capaz. Me levanté varias veces para volver a sentarme delante del escritorio, luchando por deshacerme de la prisa absurda que me obligaba a dejar mi refugio en la habitación del hotel. La realidad de la visita al apartamento se impuso finalmente a la virtualidad de la escritura. Esa necesidad imperiosa de marcharme no era muy diferente a la que había sentido al hacer el viaje inverso hacía diez días, cuando dejé el apartamento para venir a vivir en el hotel. La paradoja de la situación no me  desanimó y decidí no esperar más. No tenía que justificarme ante nadie, ni siquiera ante mí mismo, sobre lo que hacía o dejaba de hacer. Me puse el anorak con la capucha subida y salí del hotel. El mostrador de la recepción estaba vacío y me sentí aliviado de que nadie me viera marcharme.  Un tímido sol invernal iluminaba la mañana mientras caminaba a buen paso en dirección a la estación de Bruselas-Midi.  No sabía cuándo habría un tren a Waterloo, pero no me importaba en absoluto esperar en la estación el tiempo que fuera necesario. La calle estaba llena de gente porque ya eran casi las doce del mediodía. Noté  que me molestaba el bullicio del tráfico y todas esas personas andando en direcciones opuestas. Iban o venían de algún sitio, tenían algún propósito para desplazarse, llevaban algo entre las manos, vivían de alguna manera. Yo, en cambio, seguía siendo una especie particular, una entelequia que ni siquiera existía para aquellos que me habían conocido. Una sombra sin consistencia, atrapada entre toda aquella actividad. Estuve a punto de claudicar y volver al hotel, permitir que el apartamento siguiera dormido, prisionero de la atmósfera inmóvil creada por las cortinas cerradas. Pero cuando rocé las llaves que estaban en el bolsillo de mi anorak, una cierta tibieza nació en mis  dedos. El llavero era una anilla abierta de plata, con dos bolas en los extremos. Una de ellas se desenroscaba para meter las llaves. Fue el primer regalo que Carlota me hizo y nunca sentí el deseo de dejar de usarlo. Su sonrisa cuando me lo ofreció me vino a la memoria, tan amante entonces. Ese recuerdo parecía venir de una vida que no era la mía, como si la hubiera leído en un libro o alguien me la hubiera contado.  Una racha de viento helado me alcanzó la cara y paró secamente el flujo dulce de esas evocaciones. Respiré hondo y seguí caminando con la cabeza baja en dirección a la estación.  Tal vez  era tiempo de hacer algo, cercenar ese pasado que hace el presente tan doloroso. No tendría que hacer demasiado esfuerzo para empezar, solo empaquetar algunas cosas y llamar a “Les Petis Riens” para que vinieran a recogerlas. Yo no necesitaba estar allí porque mi vecina, Madame Dubois, podría abrirles la puerta cuando vinieran. De hecho, ni siquiera tenía que dejarle la llave del piso, porque ya tenía una que le había dado hacía tiempo por si ocurría alguna emergencia durante mis ausencias. Algo me hizo levantar la cabeza y miré hacia adelante. No pude determinar qué  había cambiado, pero el viento me pareció menos helado entonces. Tal vez yo era ahora como todo aquel con quien que me cruzaba,  había dejado de ser una entelequia porque mis pasos  me llevaban a un lugar para hacer lo que llevaba pendiente desde hacía tiempo. Quizás mi entidad como sombra me estaba abandonando y volver a existir podría convertirse en algo más que un sueño.

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Seven Writers. Three Languages. One City.
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