En tiempos remotos, tanto que no ha quedado registro escrito de ello, vivía en el actual emplazamiento de Bruselas, que entonces era un gran bosque, un pueblo pragmático y poco dispuesto a la reflexión que pasaba lo más claro de sus días recolectando bayas u hongos, y corriendo la liebre, para tener con qué alimentarse.
Como sus mañanas y sus tardes eran un puro andar, casi sin darse cuenta recorrían enormes distancias, a menudo en redondo, volviendo adonde sabían que había arbustos con frutos o se escondían animalejos, y dormían donde los encontrara la noche, a la intemperie, a lo sumo improvisando un colchón con hojas. Pero, de vez en cuando, imperceptiblemente, la inercia de sus pasos los alejaba de su territorio.
Fue así que un día un grupo, que había estado persiguiendo sin fortuna un conejo o quizás un jabalí, acertó a pasar por un claro del bosque en el que nunca antes había estado nadie. En el centro de un círculo despojado de vegetación había un objeto extraño que colgaba de las ramas aledañas mediante unos hilos apenas visibles, tenía una forma oval, y parecía brillar y oscurecerse alternadamente según se movían con la brisa los árboles en torno y dejaban o no pasar la luz.
Los tres o cuatro humanos, que hoy en día consideraríamos bruselenses pero que no eran en definitiva más que tres o cuatro salvajes semidesnudos, se detuvieron estupefactos ante la aparición y se quedaron mirándola boquiabiertos.
Desde la linde del bosque donde se habían quedado inmóviles, observaban fascinados el objeto que pendía a unas cuatro o cinco zancadas de distancia, su superficie lisa y brillante que cambiaba de colores y sombras ante la menor oscilación.
¿Sería aquello un ser vivo? Aunque colgara de unos hilos, no parecía una araña. Tampoco un pájaro o una mariposa que se hubiera quedado atrapada en una red.
Brillaba como brilla el agua cuando le da la luz, pero el agua no es sólida ni mucho menos se mantiene vertical e inmóvil por arriba del suelo. Jamás habían visto algo así. ¿Lo habría dejado ahí el dios de la tormenta, el que les lanzaba rayos cuando estaba por llover? Y si así fuera, ¿con qué propósito lo había puesto en ese lugar?
¿Qué poder oculto tenía?
Tales preguntas y otras mucho menos definidas navegaban por las mentes poco pulidas de aquellas gentes. Transcurrió todavía un buen rato antes de que alguno se atreviera siquiera a girar la cabeza y, cuando lo hicieron y vieron las miradas atónitas de los otros, se asustaron aún más. Hasta que por fin uno de ellos, haciendo de tripas corazón y moviéndose con extrema cautela, se atrevió a avanzar hacia el centro del claro.
El humano, o humana, se fue acercando poco a poco, deteniéndose a cada paso para comprobar que no hubiera peligro, llegó a escasa distancia de la lámina ovalada del grosor de medio dedo que parecía querer caer por su propio peso pero se mantenía flotando perpendicular a la tierra aunque sin tocarla, miró delante de sus ojos y soltó una carcajada. Los otros dos o tres se miraron entre ellos y avanzaron con menos miedo hacia donde estaba el primero o primera.
Cuál no sería su sorpresa al descubrir en el centro de la superficie brillante, que antes parecía verde como los árboles que los rodeaban, a tres o cuatro figuras flacas y sucias que los miraban con cara de susto y enseguida se reían. Tanto se reían que demoraron en salir de la risa y preguntarse cómo era posible ese fenómeno. Hasta que a uno, o a una, a lo mejor la primera, la más arriesgada, se le ocurrió ir a ver del otro lado. Quizás esos seres tan cómicos estaban detrás de la superficie plana. La rodeó con muchas precauciones mientras los otros seguían con sus morisquetas y se asombró al descubrir que no había nadie. Sólo una superficie plana de color oscuro del mismo tamaño y forma que la brillante que habían visto al principio.
Regresó al grupo perpleja y, en ese momento, otro u otra alzó la mirada, la vio, volvió a mirar hacia el objeto y comprendió que había una relación entre lo que pasaba en él y lo que hacían ellos: ahora la que no estaba delante del objeto tampoco estaba en su superficie. El otro u otra contó cuántos eran dentro y fuera de la cosa, tres y tres, y después observó con atención las caras de cada uno y vio que eran idénticas a las que se veían enfrente. Hay que decir que era la primera vez que prestaba atención a las diferencias entre las facciones de los humanos, incluidas las suyas propias. Y esto era porque las estaba viendo por partida doble.
La cosa esa que había dejado ahí el dios de la tormenta o quién sabe quién, tenía el don de copiar lo que se le pusiese delante. Lo que se ponía delante de ella, se repetía del otro lado. Con gestos, el descubridor se lo mostró a los otros.
La desconfianza, que ya por entonces formaba parte del carácter bruselense, los hizo ponerse en guardia frente a los posibles riesgos que estaban corriendo al entrar en contacto con eso. Uno de ellos incluso fue a esconderse detrás de un árbol, receloso de que saliera tal vez del objeto un rayo mortífero.
Los otros tres, curieuse neus, por turnos, se pusieron a experimentar. Uno a uno se pararon delante del objeto y comprobaron que solamente el que estaba ahí se duplicaba. Repitieron la experiencia de a dos o de a tres, y movían brazos y piernas, o hacían muecas con los ojos o la boca, para ver si los del otro lado lo hacían también. Luego se asomaron de un lado o del opuesto y comprobaron que, así, se reproducía únicamente la cabeza y no el resto del cuerpo. Incluso trajeron ramas y utensilios de palo o cerámica para saber si se desdoblaban.
Al que estaba detrás del árbol se le ocurrió que quizás también la comida podía multiplicarse, así que se armó de valor, sacó de una bolsa unas frutillas que había juntado por el camino y se acercó a la cosa brillante. Dentro de ella, las rojas frutillas se vieron aún más apetitosas que las que tenía en la mano. Uno de sus compañeros estiró el brazo dispuesto a comérselas pero, en lugar de alcanzar la fruta, se topó con una superficie dura que le impedía ir más allá. Gritó. De dolor y de rabia. También por la frustración de no poder comerse las frutillas, con el hambre que tenía.
Es que, distraídos como estaban con el nuevo artefacto, no se habían percatado de que habían pasado muchas horas y todavía no habían encontrado qué llevarse a la boca. Mientras tanto, la oscuridad caía sobre el bosque, esfumaba los contornos de las hojas y los troncos, y difuminaba las siluetas dentro de la cosa que aún no sabían cómo llamar.
Estaban ahí los tres o cuatro, parados, viendo cómo se iban borrando sus caras en la superficie lisa que había ido perdiendo brillo a medida que anochecía. La risa había ido cediendo paso a una cierta melancolía, producto más que nada de las horas sin probar bocado. Cuando sus caras desaparecieron del todo de la cosa sin nombre, creyeron que habían muerto y se tiraron al suelo cuan largos eran.
Pero los encontró la mañana vivos y rodeados de otros humanos que miraban con suma desconfianza el objeto que había causado tal efecto en sus congéneres.
Los recién llegados arrastraron a los tres o cuatro primeros lejos de aquel lugar, les dieron de comer y beber, y los interrogaron sobre lo que había pasado.
En otro claro del bosque, muy lejos del de la cosa brillante, se reunieron todos en ronda y los del pequeño grupo de avanzada les contaron a los otros lo que habían descubierto. A continuación hubo un debate que se prolongó varias horas y en el que se perfilaron dos grandes tendencias, a favor o en contra de investigar más sobre la cosa brillante. Como era de esperar, el miedo le ganó a la curiosidad y se decidió olvidar el episodio.
La curiosidad es, sin embargo, para quien la siente, una brasa ardiente que nunca se apaga. La primera humana o humano que se atrevió a acercarse a la cosa siguió soñando con la superficie pulida que duplicaba lo que se le ponía delante y antes de morir quiso transmitírselo a sus hijos que se lo contaron, a su vez, a otros. En un punto creció tanto el rumor que se decidió reunir un consejo de sabios para discutir sobre el tema. Como consecuencia, se organizó una expedición con el objeto de redescubrir el famoso claro de la cosa brillante. Pero se perdieron, no encontraron nada y volvieron agotados.
Una segunda expedición, un poco mejor planificada, con víveres para varios días, ubicó por fin el lugar. Con la misma fascinación que sus antepasados, observaron la cosa por todos los costados y a uno se le ocurrió que quizá podían llevársela a casa. Intentaron arrancarla de los hilos de los que colgaba. Tiraron de ellos hasta cansarse pero no lo lograron. Uno tenía una piedra afilada como un cuchillo y trató de usarla para cortar los hilos pero tampoco pudo. También probaron sujetarla entre todos y avanzar en la misma dirección para desplazarla. No resultó tampoco.
Se quedaron junto a la cosa. Volvieron a observar, como los primeros, que todo lo que se ponía delante se duplicaba pero que su doble no era de la misma consistencia. La blandura de la piel, el sabor de la fruta, la tibieza del cuerpo, al pasar dentro de la cosa se ponían duros y fríos. También vieron que la cosa solo funcionaba con la luz porque de noche lo que estaba dentro de la lámina se oscurecía hasta desaparecer.
Todo eso pensaron. Todos esos pensamientos les suscitó la cosa que transformaba en una imagen plana todo lo que en ella se veía. Sin que fueran conscientes de aquello, el reflejo operaba en ellos la reflexión.
Así transcurrieron las horas, que se hicieron días, que se multiplicaron hasta perder la cuenta. Sumidos en sus reflexiones, se olvidaron de volver. Se quedaron a vivir junto a sus reflejos y después, con el correr de los años, se fueron muriendo uno a uno.
Al principio, uno o dos miembros de la comunidad quisieron ir a buscarlos pero, o bien abandonaron la partida antes de tiempo, o bien no los encontraron. El hecho es que una vez más la cosa brillante cayó en el olvido.
Cuentan que siglos más tarde un pueblo vecino que había ocupado el territorio del actual emplazamiento de Bruselas se aventuró por el bosque y descubrió de pura casualidad el famoso claro de la cosa brillante. Los intrépidos invasores tenían sobre todo un avezado espíritu comercial. De modo que enseguida imaginaron las muchas posibilidades que podía ofrecerles aquel objeto extraordinario. Cercaron el claro dejando solo una abertura y pusieron una taquilla para cobrar entrada a quien quisiera ver el fenómeno. La noticia del objeto maravilloso que duplicaba todo lo que se le ponía delante corrió como reguero de una pólvora que aún no se había inventado y delante de la entrada se agolpaban multitudes que hubo que disciplinar en una cola.
A alguien que sabía latín se le ocurrió ponerle un nombre al objeto que reflejaba. Lo llamó espejo, que significa ‘instrumento de mirada o para mirar’. Los invasores, que no tenían un pelo de tontos cuando se trataba de negocios, pusieron sobre la taquilla el nombre y, a partir de entonces, la gente decía ‘vamos a mirarnos al espejo’.
De todas partes venían al bosque bruselense y le pagaban al invasor una moneda para quedarse lo que demoraba la arena en pasar del otro lado del reloj delante del espejo. Por todo el continente se empezó a especular sobre el origen de la extraña cosa que reflejaba y hacía reflexionar.
Se decía que lo habían inventado los holandeses, tan astutos, pero no era cierto. A menudo la historia es injusta con quienes inventan o descubren algo nuevo, y atribuyen el hallazgo a los que lo difunden.
No pasó mucho tiempo antes de que un italiano descubriera cómo crear otro objeto de las mismas características, se lo vendiera a un rey francés o español que lo puso en su corte donde lo vieron otros que quisieron también tenerlo y le pidieron al italiano que se los fabricara. Fue así que se extendió su uso por el viejo continente.
Habían transcurrido siglos desde que aquel puñado de salvajes encontrara el objeto mágico en el bosque y, en el camino, se fueron olvidando los detalles de la historia. Sólo usted y yo sabemos que el espejo no es una invención humana, y mucho menos de los holandeses, sino que fue un regalo de un dios distraído a una tribu bruselense.