El sueño de Angela

Drawing by Alex Goffart Urbán

Y mientras se comía esa merluza al horno frente al Mediterráneo, Angela se dijo que eso era vida y lo demás, pamplinas.

Con el gusto aún de ese pescado fresco comprado en la lonja del pueblo, el aroma del romero recién cortado, y con las imágenes de fondo de los lugareños comiendo tapas, bebiendo claras o zambulléndose en el mar, no le quedó otro remedio que reconocer en su fuero interno que esos meridionales no solamente eran unos especialistas con esas mezclas culinarias de mar y tierra, sino también unos campeones del disfrute de las maravillas que les rodeaban.

Y en ese momento sintió envidia, envidia cochina o sana según se mire, ese sentimiento tan y tan mediterráneo. Ni un solo minuto de su larga carrera política, ni un solo segundo de su niñez dulcificada con mermelada de fresas y ruibarbo, podían compararse a ese saber disfrutar de la vida que emanaba de cada una de las gentes que la rodeaban.

En ese instante, Angela sintió la necesidad de dar un giro temerario a su vida, un volantazo. Su mente como su mirada divagaron por ese amplio paisaje de luz y color, sabores y olores. Sin saber cómo ni por qué, se acordó de aquella pequeña mercería que había visto en el centro del pueblo costero unos días antes, a la que había entrado fascinada por las cintas, los hilos y las cremalleras de colores que pendían en su escaparate.

De repente, se vio detrás del mostrador, rodeada solo por tijeras, cintas métricas y cajas registradoras. Se dijo que no debería ser tan difícil dedicarse a ello y que en algo le servirían tantos años de experiencia con sus colegas mediterráneos cortando, midiendo y contando hasta el último céntimo, o su práctica haciendo trueques con ese narcisista americano al que aguantó con estoicismo luterano.

Y Angela, mujer decidida donde las haya, se levantó, pagó sin dejar propina y se dirigió a la mercería del pueblo dispuesta a pagar un precio justo por su ansiado retiro mediterráneo.

(Gema Urbán)

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