
The Mermaid.
Painting by John William Waterhouse, 1901
Como bien sabe el lector, durante la cuarentena y debido a algunas dramáticas circunstancias en su vida, a Ute se le dio por beber más de la cuenta. Acodada en la barra del establecimiento de la Avenida de la Corona o metida en su modesto apartamento ubicado cerca de las instituciones, con un infaltable vaso en la mano, Ute miraba con ojos vidriosos los cuadros y láminas que pendían de las paredes y veía cómo cobraban vida y hasta le hablaban los personajes que ahí vivían.
He aquí uno de los muchos episodios que le sucedió a Ute en aquellos días.
Detrás del mostrador y del ajetreo de los camareros sirviendo, trayendo y cobrando, presidía el bar una pintura prerrafaelita que representaba una sirena en una roca con su cola de pez plegada bajo las nalgas. La joven parecía estar hablando con alguien, quizás otra sirena que le había contado una confidencia y a la que ella pedía más precisiones mientras se desenredaba con las manos el largo pelo rojo. Quizás, aunque si no tuviera cola de pez en lugar de piernas, bien podría ser una muchacha charlando con una amiga una mañana de verano. O a lo mejor comentando con la peluquera qué corte quería hacerse. O más bien, hablando con la amiga para cambiar de tema, y distraerla de su preocupación, sobre lo florecidas que estaban las puntas de su cabello.
‘Emplastes de alga,’ le respondió Ute que debía ponerse y empezó a explicarle cómo se hacían. Pero, en medio de la receta, se acordó de repente, por una palabra que solía decirle, de aquel que le había partido el corazón y se puso a llorar como una Magdalena.
La sirena pelirroja la miraba afligida y estiraba el brazo para alcanzar su hombro y consolarla, mientras Ute seguía explicando con lujo de detalles sus muchas penas recientes en voz alta y con grandes alharacas más propias de su vecina napolitana que de sus ancestros germánicos.
Alguien, sin embargo, alguien que no era la sirena, insistía en sacudirla por los hombros: ‘Mademoiselle! Est-ce que ça va?’
Tras su cortina de lágrimas, Ute miró a quien así le hablaba y se echó en sus brazos como si no se tratara de un perfecto desconocido. El hombre amagó primero con retroceder pero, enseguida, al darse cuenta de que de su torso dependía el equilibrio de la mujer, se resignó y, tieso como un británico, soportó sin proferir una queja la flacidez descontrolada de Ute y sus sollozos, que empapaban su camisa.
Fue al día siguiente, apenas unas horas después de la trágica conversación con la sirena, cuando corrió las cortinas de su cocina antes de sentarse a desayunar, que Ute vio por la ventana a Eleonora en el jardín de abajo y dejo a juicio del lector decidir si le parece esto probable o no. Pero el hecho es que, por mucho que le dijeron todos que aquello era inverosímil, nunca se desdijo la cuadragenaria de la primera versión de su relato.
Eleonora era una jirafa y, al decir de Ute, había llegado a su casa por casualidad. Se había perdido y se metió en el jardín. Aquella mañana, mientras Ute tomaba un café, Eleonora arrancaba las hojitas más altas del tilo y las masticaba apaciblemente. Se podría decir que desayunaban juntas, echándose de vez en cuando largas miradas que a Ute le parecían el signo inequívoco de una bella amistad.
La mayor parte de los lectores coincidirá en que es del todo imposible que una jirafa se pasee por Bruselas sin que nadie se percate de su presencia, máxime en periodo de cuarentena. Pero durante largas semanas, y hasta meses, Ute siguió conversando con ella, lo que, sumado a las charlas nocturnas con la sirena, aplacó su soledad.