
Photo by Jonathan Eden-Drummond
Ooms. Como el sonido que se hace mientras se juntan tres dedos de cada mano con los brazos abiertos cuando quiere uno imitar la postura de meditación para indicarle a alguien que debe mantener la calma, pero con “s” final, como si se tratara de meditaciones múltiples, o como si se necesitara una serenidad superlativa. Ooms, así se llamaba el hombrecito de pelo blanco y ralo que vivía en el piso de abajo.
Debía de tener al menos ochenta años, lo mismo que su mujer, menuda como él y, en mi recuerdo, vestida eternamente con una bata floreada.
Nosotros éramos muy jóvenes y acabábamos de empezar nuestra vida juntos en esa especie de departamento, tan frecuente en Bélgica pero al que yo todavía no me acostumbraba, en que la distribución de las piezas se hace según el capricho del propietario que alquila y que el inquilino -se supone- debe aceptar sin chistar. La ducha, una cabina de plástico, en la cocina. El toilette, en un rincón al lado de la ventana que daba al jardín de abajo, muy lejos del dormitorio al que se accedía saliendo del departamento y subiendo por la escalera al piso de arriba. El piso, de vinil amarillo, cortado un poco a la que te criaste.
Lo más romántico había sido empapelar el dormitorio, un extenso proceso que consistió en despegar las muchas capas que se habían superpuesto a lo largo de los sucesivos inquilinos, y cortar y pegar con cuidado el papel que habíamos elegido, claro y con florcitas rojas.
Nos había quedado bien. Yo, al menos, me sentía orgullosa de nuestra obra, metáfora de todas las expectativas que había puesto en nuestra pareja y, a pesar del frío que hacía ahí en invierno, me gustaba que tuviera un techo a dos aguas y una ventana que daba al cielo.
En el piso de abajo, en cambio, sin que ninguno de los dos se lo propusiera, reinaba el desorden. Ni los muebles ni los objetos, usados y descartados en su mayoría de otras casas de la familia belga, parecían encontrar su lugar. ¿Serían la orfandad de él o mi exilio los culpables de tal estado de cosas?
Si apuesto por el exilio como responsable es porque no puedo dejar de pensar en otra vecina de abajo, en el edificio porteño donde transcurrió mi infancia y adolescencia, la señora de Sahores, exiliada de su continente europeo y su juventud adinerada, huérfana de su marido cónsul, cuyo departamento en la planta baja era un oscuro caos donde convivía un mobiliario, que alguna vez había sido de lujo, con latas, frascos y pilas de diarios, dispuestos de cualquier modo sobre todas las superficies disponibles, incluidas la mesa del comedor y el suelo.
Puedo afirmarlo porque lo vi muchas veces con mis propios ojos. En ese edificio de los años cuarenta se rompían bastante seguido los caños y no había semana en que no tuviéramos que bajar para avisarle algo o hablar de plomería. O si no, subía ella. Tocaba el timbre a menudo a la hora del almuerzo y mi madre interrumpía la comida para ir a la puerta a escuchar sus quejas, expresadas con fuerte acento francés: “Queguida señoga, se me han goto otga vez las cañeguías”. Y de nuevo llamar al plomero que no venía, o que venía y hacía un pozo y después desaparecía por una o dos semanas.
Nos fastidiaba la señora de Sahores, sobre todo a mi madre, que tenía que lidiar con ella y otras cuantas octogenarias en el consejo de administración y de tarde en tarde debía llamarla por teléfono pues olía desde nuestra cocina que se le estaba quemando la comida que había olvidado en el fuego. Pero, en el fondo, yo le tenía cariño y nunca olvidaré el gusto con que me recibió una vez, en medio de los múltiples trastos de su sombría planta baja, para que le hiciera una entrevista que necesitaba para un curso de lingüística en la facultad.
Ahora que sé lo difícil que puede ser vivir en un país extranjero, aún en las mejores condiciones, me pregunto si su caos no era un síntoma de desarraigo que se había ido pronunciando con la vejez.
¿Acaso no fue lo mismo que le pasó a Ooms, hombrecillo flamenco que nunca había dejado su flamenco pueblo natal? Habituado a gestionar una tienda donde se vendía ropa de cama, cuyos artículos debían estar siempre impecables, con los años se había vuelto maniático. En el extremo opuesto de la francesa en Buenos Aires, en la casa de Ooms no había un solo objeto fuera de sitio. Y, cuando un día, de repente, falleció su mujer, la tristeza del viudo se expresó en fotos detalladas del cadáver, arreglado para el último viaje como no lo había estado nunca en vida.
Recuerdo que nos invitó a pasar y nos mostró un álbum de fotografías dedicado íntegramente al velatorio de la señora, con imágenes de primer plano de su cara muerta.
Cuando nos mudamos de aquella casa, nunca más lo vimos. Pero aún conservo las toallas que nos regaló cuando nos casamos. Las cosas suelen durar más que las relaciones. También guardo en un cajón el cassette con la entrevista a la señora de Sahores, que a falta de aparato apropiado nunca he vuelto a escuchar.
Quién sabe en algún punto del universo flotan el acento gutural de Guite Sahores y la voz del señor Ooms saludando desde su puerta.