Photography by Gabriela Cropper
Unos minúsculos copos de nieve se colaron por la puerta como moscas veraniegas cuando la abrió. Se dijo con irritación que el Real Instituto Meteorológico estaba a la altura de lo que se esperaba, porque no había mencionado que iba a nevar en la aplicación de su teléfono móvil. También podía haber mirado por la ventana mientras desayunaba, pero había estado demasiado ocupada releyendo el informe que debía presentar en la reunión. Dudó unos segundos sobre si había tiempo para coger el paraguas, pero tenía los minutos justos para llegar a la estación y no podía perder el tren de las 7.15. Cerró la puerta con llave y se puso la capucha del abrigo. Una pena para su recién estirada melena, pero no había otra opción. Ya se peinaría en la oficina.
La estación de Braine L’Alleud estaba atestada de viajeros y tuvo que esquivar a varios mientras se dirigía apresuradamente hacia su andén. Repasó mentalmente el contenido de su portafolios, aunque estaba segura de que no se había olvidado nada. El informe completo sobre el proyecto junto con la presentación guardada en una llave USB, sus notas en fichas y el análisis financiero de diez páginas que debía dar a su jefe por la tarde. Todo estaba en orden y se sintió aún más aliviada cuando el tren llegó sin retraso. Reconoció a varios asiduos al entrar en el vagón y saludó sin iniciar la conversación, porque deseaba encontrar un asiento en la ventanilla y relajarse hasta su llegada a la estación Central de Bruselas. Estaba acabando una novela, un “thriller” de Michel Bussi, con un suspense aterrador que estaba a punto de desvelarse y que le vaciaría la cabeza hasta el momento fatídico de la reunión con el comité ejecutivo. Tras atravesar dos vagones descubrió irritada que debía resignarse con un asiento del pasillo. Sin embargo, apenas notó que el tren se ponía en marcha después de quitarse el abrigo y acomodarse para empezar a leer.
Un movimiento brusco del tren la separó de la página 385 y levantó la vista para ver si estaban llegando a algún apeadero. Entonces percibió a un hombre joven al otro lado del pasillo. Tenía el pelo muy oscuro, en contraste con una palidez fría de la piel y unos ojos grises sorprendentemente claros. Estaba sentado de una forma que le pareció extraña, sin apoyarse en el respaldo y descansando las manos sobre los muslos. Sus miradas se encontraron y ella se sintió avergonzada sin encontrar ninguna razón para ello. Bajó los ojos y se estiró el borde de la falda nerviosamente, sin tampoco comprender por qué lo hacía. Notaba que el desconocido la miraba fijamente y por el rabillo del ojo observó que su indumentaria era muy liviana para el mes de febrero, una camisa azul pálido y unos pantalones negros sin nada más que lo arropara. El tren hizo otro movimiento abrupto y una fuerte corriente de aire frío, que extrañamente le recordó el color blanco, la obligó a cerrar los ojos. Cuando los abrió, se encontró al desconocido de pie delante de ella, su mano derecha casi tocando su hombro. Unas enormes alas doradas le salían de la espalda y entornaban su cabeza como un halo imposible. Ella quiso decir algo, gritar, pero no consiguió emitir ningún sonido. Miró a su alrededor y observó aterrada que nadie parecía ver lo que ella estaba viendo ni señalaba en su dirección y se sorprendía de esa presencia imposible. Todos sus acompañantes de vagón continuaban con lo que fuera que estaban haciendo, inmersos en la realidad que a ella se le estaba escapando. El desconocido se acercó aún más y la cogió en brazos decisivamente, como si fuera una niña pequeña. Ella quiso resistirse, escapar de ese ser radiante que la asustaba pero descubrió que no tenía fuerzas y se dejaba llevar, desarticulada como una muñeca de trapo. Se elevaron del suelo y el techo del vagón se abrió para dejarles paso. El silencio era completo, ni siquiera el batir de las alas emitía un sonido. Volaban hacia lo alto, hacia el blanco inmaculado donde nacían los copos de nieve que los acompañaban como mariposas frías. Nada importaba en su vuelo hacia allí arriba. La preparación de su proyecto, que había durado casi tres meses, la reunión con el comité ejecutivo, su posible promoción y el final de la novela de Michel Bussi eran absolutamente irrelevantes. Lo mismo que su soledad tras el divorcio o el distanciamiento con su hija. Trabajosamente giró la cabeza para mirar hacia el suelo que dejaban atrás y vio como el tren descarrilaba, los vagones agolpándose unos encima de otros entre fumarolas de fuego y espeso humo negro. Sus sueños de infancia, con princesas, caballeros y rescates imposibles le vinieron a la memoria. Sintió ganas de llorar y volvió a mirar hacia arriba, buscando el blanco perfecto tras los copos de nieve que aún sentía fundirse sobre su rostro. Pero todo se había oscurecido y un golpe seco sacudió su cuerpo hasta el último hueso.
Una luz grisácea se hizo paso entre sus párpados y la forma borrosa que se inclinaba sobre ella se transformó poco a poco en la cara de un bombero. Un extraño sabor metálico le llenaba la boca y sintió la mascarilla apretada contra su cara. No sabía donde estaba, seguramente en algún lugar entre las vías. El dolor de sus piernas era indescriptible y las piedras se clavaban en su espalda como cuchillos romos. Oyó sirenas, vuelos de helicópteros y gritos lejanos.
– Es un milagro que esté viva, señora. No me lo explico – dijo el bombero.