Art work by Enrique Cropper
Eran casi las diez de la noche cuando salí de la estación de Bruselas Midi camino del hotel. Todo el bullicio que me había encontrado por la mañana había desaparecido, tragado por un frio glacial que solo animaba a volver a casa. Yo también sentía que debía hacerlo y apreté el paso. Ahora que mi piso de Waterloo había dejado de ser mi hogar, mi habitación del hotel, con la cama hecha y el cuarto de baño perfumado a limón, era un sucedáneo perfecto. Me paré en un restaurante McDonald’s que encontré abierto para comprar una enorme hamburguesa y sus correspondientes patatas fritas. El jamón serrano que había salvado de mi frigorífico tendría que esperar hasta mañana, porque no tenía pan para acompañarlo. El olor a grasa frita que se escapaba de la bolsa de papel no consiguió afectar el placer anticipado de cenar sentado en la cama y ver cualquier tontería en la televisión. Me sentía ridículamente liviano mientras andaba contra el viento, casi a punto de volar, tras haberme deshecho para siempre de aquel montón de cosas cargadas de malos recuerdos. También sentía revolverse en mi pecho una gran satisfacción a costa de mi oscuro visitante, cuyo rastrero ejercicio de posesión había resultado en mi completa liberación.
Di la vuelta a la esquina y esperé en el paso de peatones a que el semáforo se pusiera en verde. Al otro lado de la calle, a pocos metros del cruce, la luz azulada del vestíbulo del hotel iluminaba la acera. Las ruedas de la maleta reanudaron su desagradable música detrás de mí cuando empecé a cruzar tras la aparición del pequeño hombre verde. El quejoso sonido rompía el silencio que me rodeaba y entonces noté la soledad que envolvía el lugar, del cual hasta los coches habían huido. Una sensación desagradable me obligó a acelerar el paso y llegué rápidamente al otro lado de la calle. La maleta chocó ruidosamente contra el bordillo cuando llegué a la acera.
– No vaya al hotel.
Alguien estaba apoyado contra la pared del edificio que ocupaba la esquina. Podía ver la silueta vestida de oscuro, pero estaba lejos de la farola y el rostro no era visible.
– ¿Qué? No entiendo – balbucí completamente confuso.
– Le repito que no vaya al hotel. Es peligroso. Hay alguien que ha preguntado por usted.
Me quedé parado como un imbécil en medio de la acera, agarrando el asa de mi maleta con una mano y la bolsa de papel con la hamburguesa en la otra. El viento helado se estrellaba contra mi cara y mi cerebro no comprendía por qué una desconocida me hablaba en medio de la noche.
– Por favor, haga algo. No se puede quedar aquí.
La voz me apremiaba y percibí su preocupación, lo que me tranquilizó de alguna manera. Pensé en mi malévolo visitante, en su pericia para abrir la puerta de mi piso y mi caja fuerte. Tal vez también me había seguido y sabía que me había refugiado en el hotel. El miedo empezó a subir por mis rodillas como una yedra venenosa que me ancló al suelo.
– Venga conmigo ahora mismo, por favor. He empaquetado todas sus cosas – me dijo la mujer, enseñándome mi bolsa de deporte.- Su cuaderno también está aquí, bien guardado. Y vendré mañana para recuperar lo que tiene en la caja fuerte. Me tiene que dar el número de la combinación.
Entonces comprendí y el alivio me invadió como un líquido caliente que consiguió devolverme a la vida. Todo se estaba haciendo claro conforme los segundos pasaban. Mi interlocutora me hablaba en español con un suave acento sudamericano, argentino quizás, aunque no estaba seguro. Se había movido ligeramente hacia la luz, pero su cara seguía oculta por las sombras.
– ¿Pero dónde podemos ir? Yo no tengo ningún otro lugar donde esconderme – contesté avergonzado por tener que depender de la generosidad de una desconocida para escapar de algo que ni siquiera sabía si existía verdaderamente.
– A un sitio seguro. Venga, dese prisa, por favor.
La mujer se me acercó y me cogió un brazo. Sentí el calor de su mano a través de la manga de mi anorak. También sentí su determinación para sacarme de aquella calle y de las cercanías del hotel. Su cara estaba todavía cubierta por las sombras, pero pude distinguir una media sonrisa
– Vamos a la estación Metro de Bruselas Midi- me dijo con decisión.
Me pregunté si ella sabía que yo venía de allí precisamente, pero no tuve tiempo de preguntárselo porque comenzó a andar y yo la seguí en silencio. Los tacones de sus botas resonaban sobre el pavimento, unidos a los chirridos de las ruedas de mi maleta. Pude observar su cuerpo delgado, vestido con unos pantalones negros y una cazadora del mismo color. Un chal de lana estampado en colores brillantes le envolvía el cuello y cubría parte de la correa de un bolso en bandolera. La alcancé corriendo un poco.
– Espera- dije con timidez- Yo puedo cargar la bolsa. No hace falta que la lleves tú.
– No se preocupe, que no pesa mucho. Tenemos que darnos prisa. Se darán cuenta pronto de que usted ya no está en el hotel.
Me sorprendió su conocimiento de la situación, que manejaba con una frialdad envidiable mientras que a mí me sobrepasaba absolutamente. Me imaginé como un pájaro que se ha caído del nido antes de tener las alas crecidas, incapaz de entender lo que se había esbozado cuando dejé mi apartamento, hacía apenas dos semanas. Sabía que algo podría ocurrir porque Truman me había prevenido cuando me dio las instrucciones para encontrar el sobre marrón. Las seguí al pie de la letra pero inconscientemente, sin sentir el peligro que acecha cuando se remueve algo que quiere mantenerse como estaba, enterrado desde hacía mucho tiempo. Nunca llegué a creerle del todo. Simplemente asumí que no era posible que ocurriera lo que estaba ocurriendo, porque esas cosas solo pasan en la ficción de las novelas de detectives.
Todavía había viajeros en la estación de Metro, lo que me permitió pensar que quizás podríamos camuflarnos fácilmente en caso de que alguien nos siguiera. Mi acompañante no era de esa opinión. Antes de entrar en la estación, se subió el chal hasta la nariz y se puso la capucha de una sudadera que extrajo de debajo de su cazadora. A mí me tendió una gorra de visera de color negro que sacó de su bolso.
– Póngasela. Y si se sube el cuello del anorak, será mejor.
Obedecí a sus indicaciones sin hacer preguntas, como un niño bueno. Era la primera gorra que me ponía en mi vida y me pregunté qué aspecto tendría y si me parecería a algún rapero de esos que había visto en la televisión. Mi acompañante no me prestó atención y se dirigió al andén. Cogimos el primer tren que llegó en dirección de la estación de Arts-Loi y nos sentamos cerca de la puerta. La luz del vagón me permitió ver con claridad el rostro de mi benefactora por primera vez. Calculé que tendría unos treinta años. Era morena y sus ojos eran de color marrón. Unos rizos color castaño oscuro se le escapaban de la capucha sobre la frente y no ocultaban la cicatriz rosada que le cortaba una sien.
– Como se ha ido antes de tiempo, la dirección del hotel le permite recuperar una semana de estancia – me dijo inesperadamente mientras me tendía unos billetes que había sacado del bolsillo de la cazadora.
– ¿Y cómo lo has conseguido?- le pregunté estupefacto.
– Verá, Aurelio, el director del hotel, es un hombre inteligente. Ha ganado una semana extra, porque su habitación se ocupará de nuevo mañana por la tarde. Le dije que yo le daría el dinero. Confía en mí.
-Creo que ese dinero será mi contribución al coste del refugio seguro al que me llevas – le contesté sin coger los billetes.
La muchacha frunció el ceño y comprendí que la había molestado.
– Este dinero es suyo. Por favor cójalo y ya hablaremos de contribuciones más tarde.
Su tono fue lo bastante duro como para obligarme a coger los billetes de su mano, pero lo bastante amable como para no hacerme sentir culpable por hacerlo.
– Creo que no nos hemos presentado formalmente todavía. Me llamo Adriana – me dijo mientras me tendía la mano.
– Encantado de conocerte, Adriana – le contesté y le dije mi nombre mientras se la estrechaba, aunque estaba seguro de que ella ya lo sabía.
Era muy agradable escuchar su nombre de su propia voz en vez de verlo escrito sobre un una hoja de recuento de horas. Todavía más agradable era disfrutar de su deliciosa existencia y no adivinarla tras su paso cauteloso por mi habitación del hotel.
– Nos apeamos aquí – me dijo diligentemente.
Habíamos llegado a Arts-Loi en lo que me parecieron segundos. Adriana descendió delante de mí y se dirigió rápidamente hacia las escaleras mecánicas. Llevaba mi bolsa de deportes colgada sobre su hombro derecho con facilidad, como si fuera inmune al peso de su contenido. La seguí en silencio entre la gente, sin acercarme demasiado pero sin perderla de vista en la distancia. Quizás ella quería que pareciera que no viajábamos juntos, aunque no me lo había dicho. Nos encontramos en el andén de los trenes que partían en dirección a la estación del Oeste.
– Nos apearemos en la parada Conde de Flandes pero lo haremos separados. Cuando llegue, salga de la estación y diríjase hacia el canal. Nos encontraremos en la esquina que da al Quai de Hainaut. Espéreme allí.
Adriana se alejó de mí unos metros y se subió a un vagón diferente del mío. Yo me quedé de pie al lado de la puerta y miré el esquema de la línea que estaba sobre la puerta de enfrente. Dos paradas me separaban de mi destino, De Brouckère y Santa-Catalina. Eran las once y media de la noche y solo tres personas viajaban en el vagón. Mis acompañantes estaban cansados y preferían sus teléfonos móviles al desconocido de pie junto a la puerta, cargando una maleta y una bolsa de papel con una hamburguesa fría dentro. La tiré en una papelera cuando salí del tren. Adriana no estaba en el andén y no hice ningún esfuerzo para buscarla. Sin duda estaría donde me había dicho. Las puertas de cristal de la estación se abrieron automáticamente para dejarme pasar. Nunca antes había estado en Molenbeek-Saint-Jean y estaba seguro de que sería muy interesante descubrirlo en compañía de Adriana.