Art work by Enrique Cropper
La llave giró, liberando el mecanismo de la cerradura con el sonido habitual. Empujé la puerta con la mano y tecleé el código de desconexión de la alarma desde el dintel. Un aroma familiar me llegó a la nariz, un poco rancio por la falta de ventilación. La luz que se dispersaba a través de las cortinas cerradas me permitía ver el pasillo sin necesidad de entrar. Nada parecía fuera de su lugar. La consola a la izquierda del recibidor y el perchero enfrente, estaban donde siempre habían estado. Todas las puertas estaban abiertas pero no recordaba si las había dejado así. Sin embargo, cuando miré al suelo, comprendí que Madame Dubois no se había equivocado sobre los ruidos nocturnos del miércoles pasado. El bol metálico de Buddy estaba colocado al lado de la consola y no junto al perchero, su lugar habitual. Había estado allí desde que se marchó junto a Carlota y nunca me había decidido a tirarlo, aunque ya no sirviera para nada.
Volví a sentirme sudoroso, pero estaba seguro de que Madame Dubois me observaba por la mirilla de su puerta, así que entré en el piso. Cerré la puerta cuidadosamente y avancé despacio por el pasillo. Todo parecía estar en orden en los dormitorios y en el despacho, así que continué hasta la sala de estar. Los rayos de sol rasgaron la penumbra con violencia cuando descorrí las cortinas de los ventanales de la terraza. La luminosidad repentina me obligó a cerrar los ojos unos segundos. Cuando los abrí, motas de polvo revoloteaban en el aire como insectos perdidos. Entonces lo percibí, invisible pero sutilmente presente, lo mismo que el efluvio de una manzana podrida olvidada en el frutero.
Mi visitante no solo había entrado en el piso, sino que también había manoseado todo lo que lo ocupaba para después devolverlo a su posición original. No lo había conseguido del todo y seguramente lo había hecho a propósito, para que su presencia me fuera obvia a pesar de la protección de la puerta blindada y la alarma. Las sillas y la mesa de comer estaban ligeramente desplazadas, lo mismo que los sillones, el sofá y la mesa de café. Los vasos y copas de cristal de la vitrina, así como los libros de las estanterías estaban desordenados. Algo parecido me encontré cuando abrí el armario y los cajones de la cómoda en mi dormitorio. Todo estaba en su lugar, pero noté ligeras discordancias en la distribución de las prendas. Mi visitante también había descubierto la caja fuerte, que estaba escondida detrás de un panel de madera desmontable en el armario del despacho. El desagradable sudor volvió a invadir mi espalda mientras ponía la combinación. Para mi sorpresa, las joyas de Carlota, el fajo de billetes de quinientos euros de mi último bono y mi pasaporte todavía estaban allí.
En ese momento comprendí que mi visitante no buscaba el valor material de lo que yo poseía, tal vez ni siquiera le interesaba el sobre marrón que me había dado Truman. Esa persona buscaba algo más, como si quisiera imponerse donde yo había existido y tomar mi lugar entre todas aquellas cosas, ahora marcadas con un sello invisible que las excluía de mí y las atribuía a un nuevo dueño. Lo más sorprendente de todo aquello era que no me importaba en absoluto que lo hubiera hecho. Hasta casi agradecí su ilícita batida, porque el rastro indeleble que había dejado tras de sí me permitía resolver todo mucho más fácilmente. Respirar la atmósfera contaminada del apartamento despertó a mi otro yo, al abogado brillante capaz de obtener beneficios bajo cualquier circunstancia. Mi mente se puso a trabajar con eficiencia, igual que cuando estaba con clientes de la firma y tenía que tomar decisiones importantes.
Lo primero que hice fue llenarme los bolsillos con el contenido de la caja fuerte. Después fui al dormitorio y busqué la ropa que me estaba haciendo falta. Afortunadamente, varias camisas estaban todavía envueltas en su embalaje de la tienda, lo mismo que algunos pares calcetines y calzoncillos y dos pantalones. Lo metí todo dentro del “trolley” que saqué del armario, mi paciente compañero de tantos viajes. También cogí mi ordenador portátil y mi tableta junto con sus cargadores. Finalmente saqué mi teléfono móvil del cajón del escritorio y lo conecté. Aún tenía batería, lo que me sorprendió. Hice una búsqueda y marqué el número que apareció en la pantalla.
– Buenas tardes. Los “Petits Riens” ¿En qué le puedo ayudar? – dijo una voz femenina servicialmente.
– Pues me ayudaría mucho si pudieran venir esta tarde a mi casa. Tengo un montón de cosas para darles.
– Lo siento, señor. No podemos atender demandas con tan poco tiempo. Comprenda que son más de las dos de la tarde – contestó la voz femenina, ya no tan servicialmente.
Había supuesto que ese sería el tipo de respuesta que me iban a dar, así que me armé de paciencia.
– Verá, la situación es…-
Hablé sin parar durante casi diez minutos, me inventé un desplazamiento inminente para un trabajo en Nueva Zelanda y una madre enferma a la que absolutamente debía ver.
– Mire, le mando unas fotos de los muebles. Creo que les merecerá la pena venir.
La mujer no había interrumpido mi discurso más que un par de veces para preguntarme primero la dirección y luego si hacía falta uno de esos camiones con elevador para descargar muebles de los pisos altos. Estaba seguro de que no creía ni una palabra de lo que le decía, pero las fotos que le envié con el teléfono decidieron todo. Los muebles eran muy caros y estaban en perfecto estado.
– Le llamo en media hora – me dijo en su mismo tono servicial, pero todavía sin comprometerse.
Esperé dando vueltas por el apartamento, mirando todos aquellos objetos y empezando a decirles adiós. El teléfono sonó al cabo de treinta y cinco minutos.
– Le llamo de los “Petits Riens”- me dijo la misma voz femenina.- Podemos pasar por su casa en una hora, pero tendrá que tener su tarjeta de identidad en regla, firmar unos documentos y pagar por el camión elevador en efectivo ¿Está de acuerdo?
– Sí. Absolutamente. Les espero – respondí sin apenas creerme lo que había conseguido.
Fue la primera vez en años que me alegró tener la labia de un buen abogado. Respiré hondo y decidí dar un último vistazo para decidir si quedaba alguna cosa más que quisiera llevarme, aparte de lo que estaba ya metido en mis bolsillos y la maleta. Decidí ser meticuloso y tomarme el tiempo que fuera necesario para no dejar algo que fuera importante. La cocina y los dormitorios no me ofrecieron nada, así que los descarté sin demasiado esfuerzo. El despacho necesitó un poco más de tiempo, porque había algunos archivadores con los documentos que habían intercambiado los abogados cuando me divorcié de Carlota. No lo deseaba, pero pensé que sería mejor conservarlos y los guardé en un armario que cerré con llave. También encontré el acta de propiedad del piso, que guardé en la maleta por si necesitaba tomar decisiones más adelante. Solo me quedaba una cosa por hacer, así que cogí el teléfono móvil y marqué.
– Garaje Mercedes ¿En qué podemos ayudarle?
Pregunté por el comercial que me había vendido coches durante años.
– Hola, buenas tardes. Hace tiempo que no le vemos – me dijo amablemente cuando se puso al teléfono
Adiviné su sonrisa al otro lado del auricular. Era un excelente vendedor y nos pusimos de acuerdo en apenas diez minutos, porque el coche estaba casi nuevo y se lo dejé muy barato.
– Alguien vendrá a recogerlo en media hora. La dirección es la que tenemos anotada ¿verdad?
Contesté afirmativamente y terminamos la conversación tras varios intercambios administrativos. Después salí a la terraza y observé la puesta del sol a través de las ramas desnudas de los árboles del bulevar. Los coches circulaban sin atascos alrededor de la rotonda y el aire empezaba a enfriarse en premonición de una helada noche de diciembre. Una extraña sensación de triunfo me llenó el pecho cuando el camión de los “Petits Riens” y un Mercedes color gris plateado llegaron al mismo tiempo. La buena suerte quiso que consiguieran aparcar justo delante del edificio. Bajé apresuradamente para darles una bienvenida seguida de instrucciones rápidas. Después acompañé a los hombres del concesionario al garaje y les di las llaves del coche a cambio de la notificación de una transferencia bancaria que llegaría en pocos días a mi cuenta. Cuando volví al apartamento, me encontré con tres hombres ocupados en envolver con papel de burbujas algunas piezas frágiles del mobiliario.
– Adelante, amigos. Todo es suyo. Llévenselo, por favor – les dije sin poder esconder mi satisfacción.
Los hombres me miraron algo confusos, pero prosiguieron su trabajo sin hacer preguntas. Una hora más tarde llegó el camión elevador, que se colocó sobre el césped delante del portal. El conductor lo puso en marcha tras pagarle los trescientos euros que me pidió. La plataforma se elevó ruidosamente hacia la terraza donde esperaban los muebles de teca y varias cajas de cartón. Otras muchas siguieron.
Me quedé en la cocina mientras el apartamento se iba vaciando e hice un poco de limpieza. El frigorífico contenía una botella de leche cortada que tiré por el desagüe y un paquete de jamón serrano sin abrir, que me serviría de cena esa noche. Las latas de conserva y todo lo que estaba en los armarios fue a parar a varias bolsas de plástico que entregué a los trabajadores.
El camión y el elevador se fueron a las siete y media de la tarde. En apenas cuatro horas se habían llevado todo, incluyendo el bol de Buddy. Mis pasos resonaban en el vacío de las paredes desnudas mientras caminaba de una habitación a otra. Esa sonoridad inesperada me hizo sentirme incómodo y supe que era tiempo de marcharme. Me puse mi anorak y cogí la maleta, cuyas ruedas chirriaron ligeramente cuando tiré del asa. Salí al descansillo y pensé llamar en la puerta de madame Dubois para recuperar el duplicado de mis llaves y decirle que no me vería en algún tiempo. Seguramente había estado observando por la ventana todo lo que pasaba, así que debería darle explicaciones. Pasé de largo. No tenía nada que decirle.
Bajé las escaleras rápidamente y salí del edificio con prisa, en dirección a la estación de tren. No me marchaba, sino que me escapaba de lo que se quedaba encerrado en ese piso. Cierto ya no contenía muebles, ni ropa ni cuadros en las paredes y andar por el pasillo levantaba ecos. Pero quedaba algo dentro que los trabajadores de los Petits Riens no se habían llevado, algo que ni ellos ni nadie podría llevarse nunca. Algo que yo todavía no conseguía erradicar de mi memoria y de lo solo me separaba un tren que pronto partiría en dirección a Bruselas.