El hotel Europa era un bloque rectangular de cemento color beis blanquecino. Estaba situado en el número 107 de la Rue de La Loi y lo demolieron el año pasado, después de largo tiempo de abandono. Me hacía pensar en una prisión por la simetría cuadriculada y celular de las ventanas de su fachada. Cuando empecé a frecuentarlo, Hotel Europa ya no era su nombre, aunque todo el mundo seguía llamándolo así a pesar del esfuerzo publicitario de la cadena hotelera que lo poseía.
-Sirven un sándwich vegetal delicioso. Deberías probarlo – me dijo Nina mientras caminábamos por la acera. Tuvo que hablar alto porque el tráfico a cuatro bandas llenaba la calle de un ruido infernal.
– De acuerdo. Seguiré tu consejo –
Nina no contestó y yo no añadí nada más. La voz del sentido común seguía repitiendo machaconamente en mi cerebro que aún estaba a tiempo, que cualquiera excusa valía para volver a la oficina. Pero fui incapaz de hacer otra cosa que seguir a Nina camino del hotel. De hecho, no recuerdo exactamente cómo pasé de sentir una incómoda culpabilidad a aceptar lo que estaba pasando como un juego del destino. Tal vez las cosas debían ser así, me decía mientras el perfil del edificio del hotel Europa crecía contra el cielo lluvioso. Había que atrapar las oportunidades en el momento, porque seguramente no volverían a presentarse. Era absurdo no aceptar la compañía que Nina me ofrecía y pasar juntos un rato agradable. No había nada malo en compartir un sándwich vegetal.
Cuando entramos en el área de recepción del hotel, el aire caliente tocó mi cara como una caricia desplazada. Tuve la sensación de haber llegado al desierto, porque todo a nuestro alrededor era de color arenoso. Solo algunas alfombras en tonos rojizos rompían la uniformidad del lugar, ocupadas por butacas y mesas de café colocadas delante de las cristaleras. Nina se dirigió a la izquierda, en dirección a la esquina ocupada por el bar. Dejó el abrigo en uno de los sillones y me preguntó qué quería beber. Le contesté que me apetecía una cerveza e intenté sacar mi cartera. Ella hizo un gesto negativo con la mano.
– Voy a la barra. Ahora vuelvo- me dijo sin darme tiempo a reaccionar.
Me quité el plumífero y observé su figura de espaldas mientras bordeaba las mesas vacías. Su melena se balanceaba suavemente sobre sus hombros y brillaba bajo las luces. Me alegré de que no hubiera nadie que pudiera observar nuestro almuerzo, aparte del camarero que entregó a Nina los sándwiches y las bebidas. Las dudas volvieron a asaltarme pero esta vez fui despiadado con ellas. No me volvería a atrás. La sonrisa que me dirigía Nina mientras se me acercaba confirmó mi voluntad de llegar hasta el final, cualquiera que fuese.
– Espero que te guste. Me han hecho un favor especial porque la cocina ya estaba cerrada, pero saben que la firma es un cliente importante del hotel – me explicó mientras me tendía un plato con lo que parecía una montaña de pan y lechuga.
Nina se sentó enfrente de mí y dio un trago largo de lo que me pareció un “gin tonic”. Me sorprendió que bebiera alcohol tan temprano, pero evidentemente no hice ningún comentario. A continuación cogió su propia montaña de pan y lechuga y empezó a comer. Yo la imité y me di cuenta de que entre el pan también había rodajas de berenjena, calabacín y tomate, convenientemente asadas y aliñadas con vinagreta. La mezcla de verduras y pan estaba deliciosa, pero la calidad culinaria del producto no me interesaba demasiado en aquellos momentos. Tener a Nina cerca, observarla mientras comía, era una experiencia mucho más placentera que el buen sabor de algo. Recuerdo que me contó cotilleos de la oficina, quien dormía con quien, quienes se odiaban y se hacían zancadillas, quienes querían convertirse en socios y esperaban el momento adecuado para saltar sobre Cees y obtener su favor en los consejos semestrales. Yo comía en silencio, porque me interesaba más observar su boca, sus manos sujetando el sándwich, sus uñas primorosamente pintadas con una manicura francesa clásica. De vez en cuando se apartaba el pelo de los hombros con un movimiento de la cabeza, como si el peso la molestase. Dejé de escucharla y empecé a soñar, primero con esas manos quitándome la corbata y desabrochándome el cinturón. Luego con su boca recorriéndome el cuerpo, sin dejar ni un recoveco por explorar. La realidad y el sueño se fundieron en un momento impreciso de mi memoria. No recuerdo si acabé el sándwich vegetal, ni cómo dejamos la cafetería y llegamos a la habitación. De pronto me vi apoyado contra la pared mientras Nina repetía sobre mi cuerpo los mismos gestos que yo había imaginado. La dejé hacer con los ojos cerrados y me rendí como una marioneta a su cuerpo experto. Su voz profunda me hablaba al oído como si viniera de otro mundo.
– Eres adorable, mi españolito, realmente adorable…
Eran casi las cuatro y media cuando llegamos a la oficina. Nina resplandecía como una estrella cuando salimos del hotel y el brillo no la abandonó mientras subíamos en el ascensor. Yo, en cambio, me sentía como una piltrafa a la que apenas quedaban fuerzas para acabar el día. Mis experiencias sexuales no eran más que inocentes juegos de adolescencia comparados con lo que Nina me había hecho sentir durante aquellas dos horas de asalto. Mis piernas estaban flojas, lo mismo que mi espalda. Apenas había tenido tiempo de enjuagarme la cara antes de irnos del hotel, azuzado por las prisas de Nina.
– Ponte derecho, mi amigo. Hay que volver al trabajo- me dijo en el ascensor mientras me peinaba el pelo con los dedos.
Nos encontramos con Martin cuando llegamos al séptimo piso. Una sonrisa socarrona le iluminó el rostro al vernos.
– Os veo más tarde. Tengo que ir a una reunión ahora – dijo suavemente.
Le hice un gesto con la mano y hui apresurado al refugio que ofrecía mi oficina mientras Nina desaparecía. No pude evitar cruzarme con varios colegas en el pasillo. No sé si estaba soñando, pero me pareció ver la misma sonrisa burlona de Martin en las caras de todos ellos.