Hotel Europa (1)

Hotel Europa 1

El nuevo año comenzó en la oficina igual que había terminado, con innumerables horas de trabajo. Gracias al esfuerzo, los dosieres que me habían asignado pronto tuvieron sentido. Aprendí de memoria la estructura de las empresas, sus historias públicas y secretas, sus jerarquías pasadas y presentes, sus clanes, sus rencillas y sus guerras. También me impliqué en seguir meticulosamente la legislación europea que les concernía, lo que no era diferente del trabajo en el bufete de mi padre. El paso siguiente era redactar los informes, tras traducir al lenguaje diario la jerga europea de reglamentos, directivas y regulaciones. Durante esta fase me convertía en el perfecto depredador que digería los textos de otros, igual que cuando era niño y quería hacer sonreír a la señorita Milagros. Ahora debía complacer a mis poderosos clientes. Uno de mis mayores logros fue conseguir que esos pastiches copiados tuvieran  toques personales que los diferenciaran del resto. Descubrí que frases irónicas sobre el peso de la burocracia comunitaria no eran mal venidas dentro del cuerpo del informe.  Incluir pequeñas viñetas humorísticas, también robadas en la Web,  beneficiaba el flujo de la lectura del texto.  El asesoramiento para las etapas siguientes del proceso político de introducción de enmiendas las propuestas legislativas también formaba parte de mi  trabajo. Pronto conocí a los funcionarios de la Comisión que se ocupaban de cada caso, a quien debía hablar en el Parlamento Europeo y sus comités, en el Consejo, en las Representaciones Permanentes y en las embajadas. También las organizaciones no gubernamentales eran objeto de mi interés. La firma tenía una enorme lista de contactos que facilitó mi entrada en un mundo políglota y cosmopolita, tan ávido de intereses como pleno de materialismo.

La frecuencia de mis viajes en avión transformó el aeropuerto de Zaventem en un lugar de trabajo casi tan confortable como mi oficina, lo mismo que las estaciones del Thalys y el Eurostar. Asistía a entrevistas, charlas, discusiones, conferencias, foros, ruedas de prensa… Un amasijo de actividades que parecía desordenado pero que en realidad no lo era en absoluto. Yo me movía en este mundo con facilidad, como si estuviera hecho a la perfecta medida de mis capacidades. Y lo más sorprendente era lo mucho que disfrutaba con todo lo que hacía. Cees me había hecho saber que mis clientes estaban muy satisfechos.

– Claro que están contentos. Ellos no pueden estar aquí. Tú eres sus ojos y sus orejas en este lugar. No subestimes lo que hacen  con la información que les facilitas en tus informes.

Aquellas palabras me dejaron perplejo pero solo unos segundos. Las consecuencias de mi trabajo no me preocupaban entonces. Lo único importante era que me gustaba lo que hacía y me pagaban muchísimo por hacerlo. Y además estaban las primas cada tres meses. Me moría de ganas por saber cuál sería la mía, la primera que recibiría a finales de marzo.

Carlota se quedaba en casa durante mis frecuentes ausencias y era un misterio lo que hacía cuando yo no estaba. A veces la dejaba mirando por la ventana del dormitorio cuando me marchaba y la encontraba en el mismo sitio cuando llegaba de vuelta. Solo hablábamos de asuntos de logística y organización, podíamos divagar sobre los problemas de importar el coche, el mercado de los apartamentos o la compra del sábado en el supermercado. Sin embargo, conversar sobre lo que retumbaba verdaderamente dentro de nuestras cabezas se había convertido en un  tabú.  Nos habíamos puesto de acuerdo tácitamente y bordeábamos cuidadosamente la zona prohibida, igual que si estuviera protegida por concertinas afiladas. Los dos teníamos demasiado miedo, yo de escucharla diciendo que se arrepentía de haber dejado Madrid y ella de admitir que se había equivocado al acompañarme.

Las cosas cambiaron un poco cuando Carlota se encontró por casualidad con una antigua compañera de la facultad de veterinaria. Se cruzaron en la calle y según me contó Carlota, estuvieron hablando casi una hora. Natalia se había casado con un belga y llevaba varios años viviendo en Bruselas.  A partir de entonces empezaron a verse regularmente y Carlota conoció a otros veterinarios.

– Natalia me va a ayudar a encontrar trabajo – me dijo una noche con animación.

No  creí que eso fuera posible, pero no se lo dije para no desanimarla. Estaba convencido que el trabajo tardaría en concretarse, si es que alguna vez llegaba a convertirse en algo más que la promesa de amiga amable. Para mi sorpresa, unas semanas después me contó que una clínica veterinaria de Waterloo buscaba ayudantes a tiempo parcial.

– Me voy a presentar a ver qué pasa. El dueño es amigo de Natalia y eso tal vez me ayude.  Vi lo ilusionada que estaba y me sentí feliz por ella.  No  trabajé ese fin de semana y fuimos a visitar Waterloo un día soleado a principios de marzo. Carlota sonreía y sus ojos color miel parecían haber recuperado el brillo que llevaba tiempo perdido. Aquella noche hicimos el amor por primera vez desde hacía tiempo. Mientras la estrechaba entre mis brazos me sentí contento pero no pude evitar pensar en Nina. Hacía semanas que no la veía y el río de lava se estaba enfriando, lo que me permitía respirar con algo de tranquilidad. Entonces pensaba, inocentemente, que esa corriente venenosa solo había sido un espejismo pasajero que acabaría dejándome en paz.

Carlota empezó a trabajar en la clínica de Waterloo tres semanas después de nuestra primera visita. Yo me sentía contento al imaginarla ocupada y haciendo algo que le gustaba, no prisionera de las paredes tristes de nuestro apartamento. Ese mismo día, a primera hora de la mañana, Nina vino a verme a mi despacho.

– Cees quiere que trabajes conmigo en un caso particular. Tus clientes tendrán que pasarse sin ti durante un par de días.

Nadie me había dicho que Nina estaba de vuelta de Luxemburgo. Allí estaba, bella como una diosa y sonriéndome desde la puerta. Llevaba puesto un traje pantalón negro y una blusa floja de seda color marfil. No podía llevar nada más discreto y profesional, pero su cuerpo seguía calentando el aire que la rodeaba como si estuviera construida con brasas.

– Por supuesto. No habrá ningún problema.

No se me ocurrió ninguna excusa para no hacer lo que me pedía y si Cees estaba de acuerdo, no me quedaba más remedio que obedecer. Intenté aparentar confianza en mí mismo pero no creo que lo consiguiera. Dejé de preocuparme cuando noté que nadie nos prestaba atención mientras nos dirigíamos a su despacho. El río de lava empezó a circular de nuevo con tal vigor que noté gotas de sudor recorriéndome la espalda.

Trabajamos toda la mañana sin tomar siquiera un café. No recuerdo los detalles del caso, excepto que el  director general de una petrolera rusa venía de visita a Bruselas. Toda la información que él y sus consejeros necesitaban debía estar escrita y traducida para la reunión que tendría lugar la semana siguiente. Yo ayudé a nivel administrativo, organizando las traducciones al ruso en paquetes y asegurándome de que estuvieran completas. Nada que Lucie no hubiera podido hacer, lo que me humilló de alguna manera y me recordó al bufete de mi padre. Nina era meticulosa, apenas me miraba  mientras trabajábamos y se concentraba delante de la pantalla de su  ordenador.

– Tenemos que comer. La cafetería del hotel Europa está bien. ¿Te apetece venir conmigo?

Recuerdo con claridad que eran casi las dos de la tarde y mi estómago gorgoteaba furioso desde hacía tiempo. Podía haber buscado una disculpa, decir que Rodrigo o Carlota me esperaban, pero no lo  hice

– Pues sí, es una buena idea. La verdad que tengo hambre.

– Estupendo. Te encuentro en el ascensor.

Volví a mi oficina y me di cuenta de que estaba sudando otra vez. Conseguí ponerme la americana, pero el peso calorífico del plumífero me dio mareos, así que me lo colgué del brazo. Fui al ascensor y Nina llegó enseguida.

– Vas a coger una pulmonía si no te abrigas- me dijo entornando los ojos.

Me había cogido el nudo de la corbata mientras me hablaba y sentí el calor de su mano sobre mi pecho.

– Soy un hombre robusto, no te preocupes – le contesté estúpidamente.

La gélida tarde de marzo rebosaba invierno con lluvias de granizo intermitentes. Las gotas de hielo se habían acumulado en el suelo y todavía  no se habían fundido. Las escuché crujir bajo mis zapatos mientras me ponía el plumífero apresuradamente para seguir a Nina. Ella se me había adelantado y caminaba rápido en dirección a la Rue de la Loi. Me pregunté cómo conseguía mantener el equilibrio sobre sus altísimos tacones.

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