Svetlana debe de tener mi edad. Es rusa, fortachona y muy distinta de la rubia despampanante de su retrato en WhatsApp, donde se la ve joven, muy maquillada, con el pelo suelto y parece una diosa. Hace años que vive en Bruselas. Vino, creo recordar que dijo, porque tenía una amiga viviendo acá. Siempre llega tarde porque trabaja limpiando casas en los más remotos lugares de Bélgica, donde sea que la mande la agencia.
Es la única rubia de la clase, una de las dos únicas mujeres en un público predominantemente masculino y una de los dos que no hablan árabe en el grupo de nueve estudiantes. Sin sorpresa esas coincidencias mínimas la han acercado a Ouardia, marroquí, mucho más joven pero tan morruda como ella, que trabaja también limpiando, pero en una escuela, y a César, salvadoreño, también mucho más joven y delgadito, que trabaja en un hotel de Zaventem.
A pesar de los años que lleva viviendo acá, a Svetlana le cuesta mucho expresarse en francés. Tiene una sintaxis bastante aproximativa y una pronunciación que se corta con cuchillo. Sin embargo, cuando se pone a contar historias de su vida, logra que todos nos interesemos.
Anoche, por ejemplo, vi que estaba mostrándole una foto de auroras boreales a César y le decía que en su pueblo podían verlas todos los días. Entonces alguien le hizo una pregunta, quizá Abdelilah, marroquí, y ella se puso a hablar de su pueblo natal, más allá de Siberia, cerca del Círculo Polar Artico (nos mostró la ubicación en el planisferio que está pegado en la pared al lado de la puerta) y dijo que sólo se podía llegar en avión (rojo, para que se vea bien en la nieve) o helicóptero. Y que la gente se desplaza en trineo. Todo habitante de Tcherski (así se llama el pueblo) tiene doce perros – su hermana y ella tenían, de niñas, cada una doce perros – que tiran del trineo con el que van a la escuela. Y si vas a comprar algo, se suele ir a pie pero siempre acompañado de al menos dos perros para protegerse, porque hay osos, zorros y lobos sueltos que pueden atacarte.
Svetlana pasó su infancia en Tcherski pero en cierto momento la familia se trasladó a Moldavia. Eran todavía los tiempos de la Unión Soviética y no sé cuáles fueron los motivos que llevaron a la familia a trasladarse. Si mal no recuerdo y si entendí bien, en Moldavia Svetlana estudió y trabajó como profesora de biología.
Mucho más tarde, no sé cuándo, vino a Bélgica. Vino, como dije antes, porque una amiga, no sé si de Tcherski o de Moldavia, vivía (y supongo que sigue viviendo) acá.
Por eso eligió Bélgica. Ahora vive en pleno centro de Bruselas, cerca de la Place De Brouckère, en un edificio del que es algo así como portera gracias a un acuerdo al que llegó con el dueño y por el cual paga mucho menos de alquiler, con su marido rumano, que trabaja en la construcción y al que el año pasado le descubrieron metástasis en varios órganos. Con el mismo tono con el que cuenta todas sus historias, un día, a principios de año, nos anunció que su marido tenía cáncer y luego me explicó a mí, aparte, que tendría que ausentarse a menudo para acompañarlo a la quimioterapia. A veces le preguntábamos cómo seguía su marido y nos contaba que estaba muy cansado después de las sesiones y que tenía que tomar mucho líquido, así que, más de una vez, después de haber compartido algo de comer y beber, algo muy habitual en esta clase, le dimos las botellas de jugo que quedaban para su marido. Yo me temía que un día, así como había anunciado la enfermedad, vendría a decirnos que se había muerto. Pero contra todo pronóstico, unos meses más tarde, cuando le volvimos a preguntar, dijo que los médicos estaban muy sorprendidos porque las metástasis habían desaparecido.

Photo by Arina Saïto
Quizá el milagro se debió al famoso gato de Serengeti, del que también nos contó la historia.
Resulta que la hija de una amiga de Svetlana, no la misma por la que vino a Bélgica, otra, recibió de un novio que tenía, un gato de regalo. Como a la chica no le gustaba, se lo dejó a la madre que, a su vez, se lo dio a Svetlana. Tiempo después vino el novio a la casa de la chica a preguntar por el gato y cuando se enteró de que no lo tenían más, puso el grito en el cielo porque no era un gato cualquiera sino, al parecer, un gato de Serengeti, un animal carísimo, que le había costado un ojo de la cara. La madre entonces le vino con el cuento a Svetlana, que le propuso al marido que lo vendieran y con el dinero que sacaran, se compraran un coche. Pero el marido se había encariñado con el animalito y no quiso venderlo. Prefirió el amor gatuno a cualquier automóvil. ¿Habrá sido esa decisión y el contacto estrecho con el bicho lo que le salvó la vida?
El hecho es que, habiéndose su marido deshecho de las metástasis y fallecido su madre en…. (Rostov?), Svetlana decidió viajar a Rusia por primera vez en veinte años para ocuparse de los trámites de la herencia y, de paso, ver a su hijo que, mientras tanto, había crecido, es de esperar que madurado, se había casado y tenido, a su vez, hijos, nietos de Svetlana.
No carecía de riesgos el viaje pues pensaba ir en ómnibus y tendría que atravesar zonas afectadas por el conflicto entre Rusia y Ucrania.
Nos contó sus planes el último día antes de las vacaciones de verano y confieso que me quedé impresionada por la dimensiones de la travesía y los potenciales peligros que la acechaban.
Para colmo, cuando empezaron las clases en septiembre, Svetlana no solo no venía sino que no daba señales de vida. ¡Le podía haber pasado cualquier cosa!
Pero volvió sana y salva. Y su narración del viaje forma parte de mi antología personal de historias descabelladas y desopilantes.
Porque para viajar a Rusia por un precio moderado, Svetlana se fue en un minibús conducido por un checheno que, probablemente por eso, llevaba sólo pasajeros chechenos. Excepto Svetlana. « Hay que saber que los chechenos son musulmanes » -informó Svetlana y se paró, impulsada por el entusiasmo de su propio relato— razón por la cual, durante las tres o cuatro jornadas que duró el viaje a través de Alemania, Polonia y Bielorrusia (para evitar la zona de guerra en Ucrania) a cada rato -en la percepción de Svetlana, cinco veces al día, en todo caso- se detenían para hacer la plegaria en dirección de La Meca. Cuando esto sucedía, ella se quedaba sentada (Svetlana cruzó los brazos e hizo como que miraba por la ventanilla) mientras que los diez u once pasajeros y el chofer, todos hombres, todos chechenos, todos musulmanes, se bajaban del minibús y se prosternaban mirando hacia el Este. Para que quedara claro, Svetlana los imitó inclinándose varias veces delante de su mesa mientras nosotros, su público, eminentemente musulmán, gozábamos como si se tratara de una obra de teatro.
Cuando concluyó, una salva de preguntas, superponiéndose unas a otras, se abalanzaron sobre ella que, lejos de amilanarse, se sentó de nuevo y asumió su rol de experta. Contó muchas cosas, en el orden azaroso de la curiosidad de los compañeros y sus propios recuerdos, pero lo que más me marcó fue algo que recalcó varias veces con gestos cómicos: que la mayoría de la gente con la que se cruzó, incluido su hijo y su familia, estaba muy flaca por falta de comida, y que resultaba imposible ayudarlos por la dificultad de pasar cosas a través de las fronteras.
Concluyó diciendo que había dos tipos de rusos, los que lloraban y los que, ante esta situación, se reían. Ella debe de formar parte de esta segunda categoría.






