Desde el palco se veían las coronillas, los hombros y un cuarto menguante de los rostros cubiertos de la nariz para abajo con las consabidas mascarillas y yo jugaba, antes de que empezara el concierto, a adivinar conocidos entre los sentados en la platea. El aliciente había sido reconocer sin mayor esfuerzo a algunos entre los de los palcos de enfrente, así que me propuse seguir con el jueguito con el público de abajo.
Creí ver a un periodista que solía frecuentar en otras épocas en una cabeza cana de la primera fila pero cuando en cierto momento se giró, comprobé que no era.
Mis ojos siguieron buscando al azar, evitando el ir fila por fila, que me aburre, y descubrí a más de uno que se parecía a alguien. Una melena corta y rubia me recordó a una amiga que hace tiempo no veo, uno de barba era igual a un alumno y una señora muy elegante, como una antigua vecina.
Pero me di cuenta de que estaba a punto de caer en la trampa de la nostalgia cuando el color y corte de pelo de un hombre de la tercera o cuarta fila me hicieron pensar en un amigo de Buenos Aires que suele ir a conciertos de música clásica pero, desde luego, nunca en Bruselas, y creí ver, justo al lado, a una amiga de la infancia y, dos asientos más allá, a mi tía. Ninguno de los tres podía estar ahora acá.
Para evitar abismales melancolías, le pedí a mi marido que me pasara el programa y me puse a leerlo en detalle pero, como el concierto demoraba en comenzar, volví a caer en el juego. Una melena oscura, peinada en ondas hacia atrás, de un tono y un estilo indudablemente latinoamericanos, tanto más cuanto iba acompañada de un chal de colores vivos, me llamó la atención hacia la mitad de la platea. ¿Esa no es… ? ¿Es…? Miré a la de al lado, que hablaba con ella. Sí, debe ser, porque la otra parece Celina y ellas siempre salen juntas. ¿Será? Se ve muy bien Celina, mucho más joven que la vez esa que me la encontré en el cine.
La distancia y las mascarillas me impedían ver con nitidez, así que me dediqué a estudiar los movimientos. Tenía un abanico que abría de rato en rato para darse aire. Sí, podría ser ella. Era muy de usar cosas que hubiera traído de su país Amalia. La vi en ese departamento, al que solía ir hace tantos años, y volví a oír su voz explicándome, con ese tono ligeramente nasal, tan de ella, lo maravillosas que eran las artesanías de su pueblo y mostrándome las que tenía ahí. Me acordé de las alabanzas que le cantaba a su país y, al mismo tiempo, de la confesión, la última vez que la vi, por la calle, de casualidad, y estuvimos charlando unos minutos, de que no volvería a vivir a su tierra, aun cuando su hijo estuviera instalado ahora allá.
Miraba cómo la mujer de la platea se inclinaba hacia la otra para hacerle un comentario y trataba de figurarme qué se estarían diciendo esas dos sudamericanas que distraían sus soledades europeas con salidas culturales como ésta. Imaginé a Amalia llamando a Celina y proponiéndole venir al concierto. Sí, sin duda había sido Amalia la de la iniciativa. La imaginé en el departamento al que yo iba y después me acordé de que se había mudado a otro que yo nunca había conocido.
En eso se apagaron las luces, pero no tanto que dejara de verlas completamente, y salió al escenario el presentador del evento. Aunque concentrada en lo que iba diciendo, no podía dejar de sentir las presencias de los muchos conocidos, reales e imaginados, que había en la sala, los mundos distintos de los que venían y los capítulos de mi vida, más o menos lejanos o recientes, que habían poblado. Que todos estuvieran reunidos ahí me perturbaba y conmovía. Pero, si era sincera conmigo misma, era sobre todo la presencia de Amalia la que me alteraba. Los demás que había reconocido pertenecían, de algún modo, al mismo mundo o, al menos, a mundos parecidos. Amalia, en cambio, venía de otra dimensión. ¿Qué diría cuando me la encontrara en el intervalo? ¿Y qué le respondería yo? Había muchas cosas nuevas en mi vida, de las que ella no tenía ni idea. ¿Me dejaría contárselas? ¿O haría como si no me viera, jugando a ignorarme? Había sido siempre tan imprevisible en sus reacciones.
Mientras se sucedían las músicas y los aplausos, a la vez que buscaba confirmación en sus gestos de que eran en efecto Amalia, la mujer de la cabellera ondulada y Celina, la del vestido amarillo sentada a su lado, no podía dejar de representarme las distintas alternativas del encuentro: ¿en las escaleras, en el bar, haciendo cola, …? ¿Nos evitaríamos? ¿Nos chocaríamos?
El intervalo sería el momento decisivo porque todo el mundo andaría por los pasillos así que, al salir del palco, me preparé mentalmente. Preferí no decirle nada a mi marido, con quien más de una vez había hablado de esta mujer que él apenas conocía y el alcance de cuya influencia no terminaba de entender, y dejar que la casualidad decidiera. Si nos encontrábamos, cuando nos encontráramos, ya se vería. Pero, mientras, llevados por la corriente, nos dirigíamos al bar, no pude dejar de escrutar todas las caras con las que nos cruzábamos, temerosa y a la vez expectante. Amalia, sin embargo, no aparecía.
Llegamos al bar. Me puse en la cola para comprar bebidas y, desde ahí, con cierta cautela, eché una mirada en redondo. En una mesa un vestido amarillo me resultó familiar y me volví a ver a la persona que lo llevaba puesto: una mujer joven que no conocía. Demoré en darme cuenta que era la misma que, desde la altura, había tomado por Celina. A su lado, la mujer del chal colorido, un vaso de vino en la mano, le hablaba en castellano. No era Amalia.
A lo largo de la segunda parte del concierto, instalada de nuevo en el palco, si mis ojos tropezaban sin querer con las dos mujeres sentadas abajo, a pesar de la certeza de que no eran quienes yo creía, volvían a engañarme los sentidos y hubiera podido jurar que Amalia estaba en la sala.