Emilio solía llegar cerca del mediodía, casi siempre con su hermano Héctor, a veces con otro ayudante y alguna vez con los dos. La semana anterior había avisado que vendría el lunes a primera hora pero pasaba el lunes entero sin que apareciera, llegaba la mañana del martes y, justo cuando estábamos por sentarnos a almorzar, tocaba el timbre y había que levantarse a abrir.
Cabe aclarar, para las generaciones actuales para las que el uso del celular es moneda corriente, que esto sucedía a fines de los 70 o principios de los 80, los móviles no existían y era normal que uno tuviera que esperar sin tener noticias ni explicaciones durante horas, días y a veces años. Pero el caso de Emilio que, para los criterios de la época, era un buen plomero, era proverbial: nunca venía cuando decía que iba a venir y uno quedaba a la merced de su buena voluntad. Aunque en su defensa puedo afirmar que este tipo de comportamiento era habitual en el gremio de los plomeros. Emilio no era la excepción. Es más: con el correr del tiempo y a pesar de los celulares y de vivir en otro país, he comprobado que, al parecer, ningún plomero de ningún país viene cuando dice que va a venir.
El hecho es que justo cuando la comida estaba servida en los platos y estábamos a punto de probar el primer bocado, sonaba el portero eléctrico. Mi padre se quejaba y decía algo así como que no habría que abrirle pero mi madre se levantaba de la mesa e iba a la cocina para apretar el botón que abría la puerta de abajo. En menos de dos minutos, y si es que no habíamos dejado la puerta que daba al palier abierta, tocaban el timbre de arriba y aparecía Emilio, seguido de Héctor, ambos en mameluco y dispuestos a ponerse a trabajar. Los hermanos eran muy diferentes. Emilio era serio, delgado, de facciones finas y, bien vestido, habría quedado elegante. Héctor, en cambio, era gordo, bonachón y sonriente, y se sometía dócilmente a lo que Emilio, que no sé si era el mayor pero actuaba como si lo fuera, le pidiera.
‘¡Buen provecho!’, decían los dos cuando nos veían sentados a la mesa y nosotros les agradecíamos. Pero la cosa no acababa ahí: alguien tenía que indicarles dónde estaba el problema y qué era lo que había que arreglar. En general era mi madre la que se sacrificaba. No le quedaba más remedio que dejar que su plato se enfriara e iba con ellos al baño o a la cocina para mostrarles el lugar en cuestión.
Mientras mi madre volvía a la mesa y se comía con desgano el puré o el bife definitivamente frío, Emilio y Héctor desplegaban, desde la entrada, pasando por el living y el pasillo, hasta el baño, un rollo de papel que servía, se suponía, para proteger el parquet de sus idas y venidas. Y al rato nomás, empezábamos a oír los mazazos destinados a romper la pared y dejar al descubierto el caño culpable de la desgracia.
La cuestión había empezado unos días o semanas antes. Había venido la señora de Sahores, la vecina francesa que vivía justo debajo de nosotros, y mi madre la había escuchado pacientemente en la puerta mientras le explicaba que, de nuevo, tenía problemas de humedad en una determinada pared y que ella se preguntaba si no vendría de arriba, si no habría que llamar a un plomero.
Esa misma tarde, o al día siguiente, había tocado el timbre Mario, el portero, un cincuentón tranquilo, canoso y con bigotito, que solía tocar la guitarra a la hora de la siesta, y había dicho que la señora de Sahores había ido a hablar con él e insistido en que alguien fuera a ver la mancha de humedad, que si mi madre tenía a bien bajar a ver, le estaría muy agradecido. De modo que mi madre, acompañada por Mario, había bajado, probablemente por la escalera, porque era solo un piso, habían tocado el timbre y esperado con paciencia que la vecina, de unos 80 años, viniera a abrir.
Guite, que así se llamaba la vecina, encorvada, con una toca algo excéntrica para recoger su cabello blanco, los había guiado por entre el laberinto de pilas de diarios, latas, botellas y todo tipo de objetos que acumulaba en su casa, hasta la mancha y se la había mostrado como quien enseña un cuadro. Era, en efecto, considerable. Había que hacer algo.
Debe haber habido una reunión de consorcio porque, dada la ubicación de la mancha, era probable que se tratara de una cañería maestra, aunque no era seguro. O bien mi padre o bien mi madre habrán padecido las interminables intervenciones de la Negrita Salvat, así llamada por su pelo teñido color ala de cuervo, o la señora de Diehl, que todos los años viajaba a Suiza o a Mallorca con sus cockers, ambas octogenarias pero no por ello menos lúcidas cuando se trataba de cuidar sus patrimonios. Y como corolario de tal reunión se habría decidido llamar a Emilio.
Y en eso estábamos: Emilio y Héctor dando mazazos contra la pared hasta llegar al caño. Pero debían de haber acabado pues se había hecho un silencio.
‘Voy a tener que cortar el agua, señora,’ estaba anunciando Emilio desde el umbral. Yo detestaba que cortaran el agua porque nunca se sabía cuándo la iban a volver a dar y había que organizar una rutina de ir a bañarse a lo de mi abuela. Pero mi madre estaba asintiendo con resignación.
Transcurrían entonces unas horas en las que quedábamos a merced completa de lo que decidiera Emilio. Alguna vez teníamos suerte y se resolvía el problema en el día. Pero la mayor parte de las veces, una vez hecho el hueco en la pared y detectado el caño roto o que perdía, Emilio venía a anunciar que le faltaba una pieza o una herramienta y tenía que ir a buscarla. Era el momento fatal.
Quién sabe adónde tenía que ir Emilio a buscarla pero nunca regresaba el mismo día. Puedo imaginar que si iba a algún lugar del Gran Buenos Aires, eso podía llevarle tres o cuatro horas ida y vuelta al centro. Y como había empezado a la una, era del todo improbable que volviera a eso de las ocho a seguir trabajando. Pero tampoco volvía a la mañana siguiente ni a la otra. Ahí quedaban el hueco, el rollo de papel y, lo que es peor, el corte de agua, como testimonio de su pasaje por la casa. Pero de Emilio, ni noticias… Creo que mis padres tenían un número al que podían llamarlo pero era raro que respondiera porque supongo que ni siquiera era donde vivía.
Pasaban entonces días, semanas y hasta meses, en los que nos acostumbrábamos a vivir con el hueco en medio del baño, la señora de Sahores que subía de vez en cuando a lamentarse y el resto del consorcio sumido plácidamente en lo de siempre. Hasta que, de repente, el día menos pensado, justo cuando estábamos por empezar a comer, sonaba el portero eléctrico, ¡y era Emilio!
Su llegaba era recibida casi como la del mesías pues eso significaba que, por fin, podríamos volver a bañarnos y a usar el agua como de costumbre. Aunque a veces, sin embargo, era una falsa alarma. Solo venía a decir que en realidad estaba muy ocupado y que vendría el lunes a primera hora. ‘¿Seguro, Emilio?
¿Me promete?’ Preguntaba mi madre, como si una promesa robada en la puerta pudiera garantizar su cumplimiento. ‘Por supuesto, señora,’ respondía él con la mayor convicción. Y el martes o miércoles siguiente a mediodía todo volvía a recomenzar.