Sonía comía tierra. Sonia comía tierra roja con las dos manos desde que tuvo aquello, desde que aquello le ocurrió.
Nadie supo por qué una niña de unos ocho años cuyos padres regían el pueblo desde hacía tantos años, decidió un día sentarse en el campo lindante a su casa, y empezar a comer tierra, tierra roja, fresca, húmeda con sabor a otoño.
Se sentaba al atardecer y al amanecer. Era un ritual que hacía y que nadie critaba, al contrario, todos los del pueblo la respetaban.
Un día, un vendedor ambulante pasó por el pueblo con su carro y caballo, la ví, se dirigió a ella, y le dijo:
—Niña, esa tierra que comes es yerma, no germinará en tu interior. Necesitas esta otra que aquí tengo y que te traerá fertilidad.
—No tengo tiempo ni ganas de escucharle, charlatán. Venda su arcilla a otros!
Sonia se levantó y se fue alejando viendo en su sombra cómo aquél hombre también se alejaba.
El tiempo pasó y su barriga creció. Sus padres ordenaron llamar a curanderos y sabios para averiguar si en la tripa de su hija crecía, germinaba algo, fuera lo que fuera, si con los instrumentos más sofisticados existentes se podía llegar a verse en su tripita alguna signo de pequeñita raíz.
—!Aquí está! Lo encontré —dijo finalmente un sabio que poseía un instrumento muy poco habitual para otros curanderos de la región, instrumento que tenía conexión con el más allá.
—¿Qué es doctor?¿ Apendicitis, una solitaria? ¿Un gran bicho espantoso y horrible que quiere deborarla? —Le expetaban sus padres y conciudadanos.
—Nada de eso. Aquí está, aquí pueden verla. Ella se ha tragado la semilla… del AMOR. La que crece en el interior.