Art work by Enrique Cropper
Abrió los ojos y levantó la cabeza de la almohada. No sabía por qué se había despertado pero estaba segura de que el despertador no había sonado. La luz de la calle se filtraba a través de las cortinas y el silencio se rompía suavemente con el motor de algún coche lejano. Intentó volver a dormirse pero no lo consiguió. No podía dejar de pensar en las dos maletas colocadas junto a la puerta del dormitorio. No las distinguía con claridad pero allí estaban, testigos mudos del viaje que pronto empezarían a esa Tierra de Nunca Jamás que habían descubierto una noche. Sintió un pequeño escalofrío y se preguntó si estaba loca por haber aceptado embarcarse en esa aventura, pero su ansiedad se disipó rápidamente al sentir el aire tibio que se escapaba del otro lado de la cama. Su protegido dormía profundamente a su lado, tapado con el edredón hasta casi las cejas. Había ocupado ese lugar desde la víspera de navidad, hacía diez días, cuando después de cenar en la azotea ella tenía frío y él se ofreció a arroparla en la cama. Luego se tendió a su lado sin pedir permiso y se durmieron abrazados como dos niños pequeños. Desde entonces no habían hecho nada más que disfrutar plenamente de su mutua compañía. Ella renunció a su trabajo en el hotel y el apartamento se convirtió en el centro de la existencia de ambos, una guarida que los aislaba del exterior como una crisálida gigante. Solo salían cuando necesitaban comprar comida y volvían rápidamente para continuar conociéndose, atrapar el tiempo perdido y descubrir lo que aún no sabían el uno del otro. Las horas se deslizaban suavemente entre el día y la noche, ocupadas de conversaciones, almuerzos y tentempiés y visitas a la cama.
– ¿Pero qué contiene ese sobre marrón? ¿De dónde ha salido? – le había preguntado una mañana mientras desayunaban.
No habían hablado de su perseguidor y del objeto que codiciaba durante días, como si ignorarlos implicara estúpidamente que hubieran dejado de existir. Él la había mirado primero sorprendido, pero luego su cara se ensombreció. No le contestó inmediatamente, sino al día siguiente por la tarde, cuando extrajo el sobre de su escondite y le mostró las fotografías que contenía. Una docena de instantáneas de hombres acompañados de chicas muy jóvenes, algunas apenas adolescentes. Varias habían sido tomadas en lugares públicos mientras que otras de, carácter más íntimo, habían sido obtenidas en lo que parecían habitaciones de hotel.
– No sé quiénes son – dijo él abruptamente mientras ella observaba las fotografías con detenimiento, una por una.
– ¿Y quién las ha hecho? Un profesional, sin duda, con teleobjetivo – le preguntó cuando terminó.
– Pues tampoco lo sé con certeza. Seguramente Truman, el detective a quien contraté para que vigilara a Carlota, pero no estoy seguro–
Él había dicho las últimas palabras muy bajo, casi murmurando y se había levantado nerviosamente de la mesa para acercarse la ventana.
– ¿De verdad contrataste a un detective privado? ¿Le hiciste eso a tu mujer? ¿Tú?-
Las palabras se le escaparon, ácidas y corroyendo todo a su paso. No comprendía bien por qué defendía a esa mujer, a quien no conocía, de algo que había ocurrido hacía tiempo. Su protegido no le contestó y miraba hacia la calle, pero sin ver nada de lo que ocurría al otro lado de los cristales. Sus hombros se habían encorvado y la cabeza se hundía entre ellos como la de una tortuga triste. Ella sintió que su enfado desaparecía tan rápido como había surgido, dando paso a una lástima casi maternal. Se le había acercado por detrás para abrazarle en silencio. Él le había acariciado las manos y sin volverse, la sorprendió con una larga explicación sobre lo que había ocurrido tras el colapso de la consultoría.
Cees se fue a Holanda para crear otra firma, mucho más pequeña, y le ofreció ser socio. Él aceptó, pero como no tenían oficina en Bruselas, se encontró trabajando desde el piso de Waterloo y viajando a Ámsterdam una vez a la semana. Carlota se marchaba con Buddy a la clínica cada mañana mientras él se aburría porque la nueva consultoría no tenía muchos clientes. Los días se le hacían largos y fue entonces cuando descubrió las muchas horas que Carlota pasaba en compañía de Gaspard, uno de sus colegas. Nunca imaginó que ocurriría, pero los celos se extendieron como una infección, colonizando de reproches y discusiones el tiempo que pasaban juntos. Una noche, cuando volvió de Ámsterdam, se encontró con que Carlota se había mudado al dormitorio de las visitas. Él no le dijo nada, pero desde entonces empezaron a hacer todo lo posible para evitarse cuando estaban en el piso. En esa atmósfera asfixiante, él solo buscaba atraparla en la infidelidad que estaba seguro cometía y rebajarla a aceptar la culpa de destruir su matrimonio. Conseguirlo se convirtió en una obsesión y para ello puso en marcha un plan maquiavélico que implicaba a Truman, un detective privado que encontró en la guía de negocios locales. Este hombre vigiló a Carlota durante semanas y gracias a ello supieron que Gaspard venía al apartamento cuando él estaba de viaje. Pero esta vez él estaría en Waterloo, en un coche aparcado delante de su bloque de pisos junto a Truman y vigilando el portal. El plan era esperar a que Gaspard viniera, esperar un tiempo prudencial y entrar en el piso. Estaba convencido de que los sorprenderían en el dormitorio y con Truman como testigo, las pruebas serían irrefutables para conseguir un divorcio rápido. La humillación absoluta de Carlota sería la guinda perfecta sobre el pastel.
Todo fue como habían planeado, excepto que Carlota y Gaspard no estaban en la cama, sino sentados en la mesa del comedor y trabajando sobre una masa de documentos y planos. Carlota comprendió inmediatamente lo que pasaba. Truman con su cámara preparada y él, sonriendo estúpidamente, no daban lugar a dudas sobre las razones por las que estaban allí. Recordaba como los segundos se deslizaban como gotas de aceite mientras se miraban inmóviles los unos a los otros, hasta que Carlota se levantó y desapareció en su dormitorio.
– Pero cómo has podido…- fue lo único que le dijo entre lágrimas cuando volvió con su bolso. Inmediatamente después se marchó en compañía de Gaspard y de Buddy.
No volvieron a verse ni hablarse y el divorcio se resolvió rápidamente a través de sus abogados respectivos. Él supo más tarde, a través de un amigo común, que Carlota y Gaspard se reunían a menudo para preparar la apertura de una consulta veterinaria propia en Braine-Le Château. También le dijo que nunca habían sido pareja.
Poco tiempo después del divorcio dejó su trabajo en la consultoría. No necesitaba el dinero y se aburría de escuchar a Cees y a los clientes contándole siempre las mismas cosas. Empezó a pasar la mayor parte del tiempo en el piso, sin hacer nada más que ver la televisión y hacer solitarios en el ordenador. Dejó de afeitarse y de ducharse y Marina, la señora que limpiaba, le dijo que no volvería hasta que el piso y él mismo olieran mejor. A quien veía de vez en cuando era a Truman, que parecía apreciarle a pesar del chasco de su caso.
– Venga hombre, ninguna mujer merece la pena pudrirse por ella – le dijo una noche, cuando consiguió sacarlo de casa a tomar unas cervezas en “The Snug”
Fue entonces cuando Truman, entre algunos vapores etílicos, le propuso que le ayudara en su trabajo. El ofrecimiento le pareció extraño y tardó unos días en decidirse, pero finalmente aceptó. Quizás ver la nada de otras vidas le ayudaría a conformarse con la suya. Truman le enseñó los trucos del oficio, aunque en realidad no había mucho que aprender. Solo tenía que ser paciente y esperar a que sus incautas presas pasaran por delante de su teleobjetivo. Ninguno de ellos tenía la mínima idea de que alguien les estaba espiando y los casos le llevaron por muchos lugares donde no esperaba que esos servicios fueran necesarios. Celosos, enfermos ficticios, timadores de compañías de seguros y padres obsesionados con el deambular de sus hijos habitaban tanto en Woluwe-Saint-Lambert y la Avenue Louise como en Saint-Gilles y Schaerbeek.
– Es un trabajo como otro cualquiera – le decía Truman con tranquilidad – Da de comer y todos los casos son mera rutina
Sin embargo, uno de esos trabajos no fue rutinario.
– Perdona que te moleste a estas horas, pero necesito que me hagas un favor. Quiero que me guardes este sobre unos días –
Truman había venido aliso muy tarde una noche, cuando él ya estaba acostado. El rostro normalmente plácido de su colega estaba tenso, pero no parecía dispuesto a darle ninguna explicación sobre el sobre marrón que le tendía.
-Por supuesto. Lo ponemos ahora mismo en mi caja fuerte – le había contestado.
Después charlaron un rato mientras se tomaban un güisqui cada uno. Truman parecía distraído pero le prometió al marcharse que le llamaría en algunos días.
Truman nunca le llamó. Cuando se acercó preocupado al despacho que compartían, después de casi dos semanas sin noticias, un cartel pegado en la puerta decía “Cerrado por defunción”. Además, la cerradura de la puerta había sido cambiada y no consiguió abrirla con la llave que Truman le había dado.
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Su protegido se había puesto pálido mientras le contaba que tuvo que apoyarse en la pared para no desmayarse delante de aquella puerta cerrada. Después huyó al piso y se encerró durante días buscando respuestas desesperadamente. Intentó averiguar cómo había muerto Truman y dónde lo habían enterrado, pero no encontró nada, como si aquel cincuentón entrado en carnes nunca hubiera caminado por las calles de Waterloo ni tomado cervezas en “The Snug”. Entonces comprendió lo poco que conocía a Truman después de trabajar juntos durante casi año y medio. Eventualmente concluyó que quizás era eso lo que su amigo había planeado cuidadosamente para mantenerlo a una distancia más o menos protectora. En ese momento decidió que necesitaba escapar, refugiarse en algún lugar anónimo para intentar desenredar la masa informe de pensamientos que llenaban su cabeza. Un lugar de paso, disponible y discreto, donde pudiera dejar todo atrás, incluso a sí mismo. Sin ninguna razón, suavemente, los hoteles de estación que veía a diario desde el tren cuando trabajaba en Bruselas le vinieron a la memoria. No lo pensó más y se marchó esa noche.