La barbacoa

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Photo by Gabriela Cropper

La escarcha brillaba sobre las baldosas de la rue Neuve y reflejaba los destellos de los miles de bombillas encendidas que adornaban fachadas y escaparates. Tenía que andar despacio para no resbalar, pero no le importaba, porque así tenía tiempo para mirar las bolas, ramas de abetos, lazos y espumillones tras las cristaleras. Le llamaba la atención que el ansia de decoración se extendiera desde el interior de las tiendas hasta las bolsas de compra y los paquetes que los viandantes cargaban sin expresar signos de fatiga. Tenía la impresión de que todos con los que se cruzaba estaban imbuidos con el ambiente festivo, preparados para pasar unos días de celebraciones y comilonas junto a sus familias y amigos. Ella, sin embargo, percibía toda esa exuberancia de una forma peculiar, como si escuchara una melodía tocada por instrumentos desafinados. Suponía que su amnesia tenía algo que ver con ello, en la necesidad no satisfecha de recordar una navidad en compañía de personas que la querían. Notó como la tristeza se hacía hueco en su interior pero se dijo que no se lo permitiría. Después de todo, ella iba a pasar la víspera navidad en compañía de alguien como la mayoría de la gente. Su protegido le había dicho que le iba a preparar una cena muy especial y ella tenía curiosidad por saber qué era lo que le esperaba. Se dio cuenta en ese momento de que estaba sonriendo, algo que se repetía cada vez que pensaba en ese hombre que llevaba refugiado en su apartamento casi tres semanas. Las cosas iban bien entre ellos, entre otras cosas porque él ya no era el individuo taciturno que se pasaba horas escribiendo sobre sus miserias en un cuaderno. Para empezar, había empezado a limpiar el apartamento minuciosamente todos los días.

—Adriana, es lo menos que puedo hacer ¿no? Tengo mucho tiempo y puedo ayudarte —le dijo cuando se lo encontró una tarde, al volver del trabajo, con la fregona en una mano y un trapo en la otra.

Ella le había contestado que no tenía que hacerlo, pero en el fondo se lo agradecía, porque limpiaba tanto en el hotel que no le apetecía hacer lo mismo en su casa. Como consecuencia, la ducha y el lavabo siempre tenían pelos y cercos de jabón y las pelusas de polvo volaban cada vez que se abrían las ventanas. Toda esa mugre se había acabado y el apartamento ahora olía muy bien, no solo porque estaba limpio, sino también porque él había empezado a cocinar. De una forma natural se habían puesto de acuerdo en que ella haría la compra y él prepararía la comida. Había tenido un par de traspiés al principio, a pesar de seguir las recetas al pie de la letra, pero había aprendido rápidamente y cenaban agradablemente todas las noches. Sin embargo, ese acuerdo que habían establecido también había sido alterado hacía unos días.

—Si me pongo gorra, también puedo copiarle el corte de pelo ¿verdad? ¿A qué me parezco a Eminem?—

La había estado esperando en el portal y ella contuvo discretamente su sorpresa cuando lo vio con el pelo rapado y teñido de rubio platino.

—Pues… —le dijo ella sin saber cómo continuar

Él le rogó durante horas que le dejara salir, que necesitaba ver gente porque si no se iba a volver loco entre las paredes del apartamento. Ella le había escuchado con paciencia y se había resignado a aceptar lo que le pedía, aunque no le dijo que ese cambio de cabellera no detendría al individuo que les perseguía. Le había visto merodear alrededor del hotel comportándose como un cazador, hacer las preguntas adecuadas y desaparecer discretamente.  Atufaba a policía reforzado con servicio secreto y a saber qué otras cosas más. De nuevo contuvo esos pensamientos sombríos para que no empañaran su celebración de la víspera de navidad. Quizás el cazador también tuviera familia y les daría un respiro durante unos días, aunque lo dudaba. Miró a su alrededor y no vio a nadie sospechoso, pero se puso la capucha de la sudadera y se subió el echarpe hasta la nariz mientras apretaba el paso en dirección a la estación de metro de Madou.

***

Cuando abrió la puerta del apartamento, su protegido la estaba esperando con el anorak y la gorra puestos.

—Estupendo que hayas llegado. Entonces estamos listos. Vamos —le dijo cogiéndole la mano.
—¿Pero no vamos a cenar en casa? —le preguntó perpleja.
—Pues no exactamente. Ya verás —le contestó mientras le guiñaba un ojo.

Salieron al descansillo y subieron las escaleras hacia el tercer piso, el último del edificio. Desde allí siguieron subiendo por una escalera angosta que ella no sabía que existía, hasta llegar a una portezuela que él abrió con decisión.

—Adelante señora Adriana. La cena estará servida enseguida —le dijo mientras le hacía divertido una reverencia.

Ella no comprendía nada pero obedeció y atravesó la puerta, agachando la cabeza porque el dintel era muy bajo. Cuando salió al otro descubrió que estaban en la azotea del edificio. La oscuridad de la noche se rompía unos metros más allá, alrededor de una mesa redonda acompañada de dos sillas. Estaba iluminada con velas, vestida con un mantel blanco y ocupada por los platos, copas y cubiertos necesarios para dos personas. Dos estufas de gas estaban encendidas a un lado y una barbacoa humeaba al otro.

Ella le miró en silencio, sin comprender nada todavía.

—Como me dijiste que en Argentina es típico hacer barbacoas en navidad, pues he intentado repetirlo aquí, bajo condiciones especiales claro —le dijo con una gran sonrisa mientras le tendía una manta gruesa.

Ella recordó entonces la conversación y sintió el rubor quemarle las mejillas. Él le había preguntado cómo se celebraba la navidad en su país y ella le había contestado lo primero que se le vino a la cabeza, justificándolo en que allá abajo era verano y hacía mucho calor.

—Pues sí, es verdad. Muchas gracias por haberte acordado. Es fantástico lo que has preparado —le contestó intentando mostrarse animada y rezando para que no descubriera la absoluta vergüenza que sentía. Afortunadamente él no pareció advertirlo, aunque quizás estaba siendo simplemente cortés.
—Las patatas y las verduras llevan ya un ratito haciéndose. Ahora voy a poner la carne marinada y ya verás que rico va a estar. Tú siéntate al lado de las estufas que yo me ocupo de todo —le dijo él con entusiasmo.

Ella le obedeció y se tapó las piernas con la manta tras sentarse en la silla. El aroma de la comida que se asaba era delicioso y notó como su estómago gorgoteaba de anticipación. A su alrededor se elevaban los edificios circundantes, la mayoría de las ventanas iluminadas tras las cortinas. Hacía frío pero no había viento y cuando miró al cielo, descubrió que la noche no tenía nubes y las estrellas les daban el regalo de su presencia. Su protegido trajinaba en la barbacoa y cantaba algo por lo bajo. Quiso preguntarle el título de la canción pero decidió dejarlo para más tarde, cuando estuvieran cenando. No quería romper el hechizo y perturbar la paz que se había instalado en su corazón. Nunca hubiera imaginado que la encontraría junto a un hombre que quería olvidar quien era mientras que ella daría lo que fuera por recordar su verdadero nombre y dejar de llamarse Adriana. Cerró los ojos y siguió deleitándose en los aromas que emanaban de la barbacoa. Se dio cuenta de que estaba sonriendo.

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Seven Writers. Three Languages. One City.
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