El tren a Waterloo salía en pocos minutos según la información desplegada en las pantallas de la estación de Bruxelles-Midi. Apenas tuve tiempo para comprarme un bocadillo y corrí hasta el andén número 21. El vagón al que me subí estaba bastante vacío, por lo que pude sentarme sin compañía para mirar tranquilamente por la ventanilla. Bruselas desaparecía al cabo de unos quince minutos tras las paradas de Etterbeck, Bondael y St-Job, para dar paso un paisaje de casas dispersas con jardines de formas irregulares en Linkebeek, y Rhode St-Genese. Después los campos de cultivo se extendían en una tierra revuelta de color ocre hasta llegar a Waterloo. El ritmo del tren me hizo revivir mis trayectos a la oficina, trabajando apuradamente para leer los informes y correos electrónicos que había recibido durante la noche. A veces me sobresaltaban desagradablemente las carcajadas de esos clanes de viajeros que se encuentran a diario para guardarse los asientos y charlar de naderías. Yo no tenía tiempo para eso y viajar en primera clase tampoco animaba ese tipo de relaciones. Ninguno de mis compañeros de vagón tenía nada que aportarme y siempre supuse que la inversa también era verdadera. El contraste con la tranquilidad de observar el paisaje cambiante al otro lado de la ventanilla redujo mi comportamiento del pasado a la trivialidad más absoluta. Todo me parecía ahora tan vacío como el vagón en el que me encontraba. Ni siquiera el revisor vino a examinar mi billete.
Cuando me apeé en la estación de Waterloo, tuve que parar el movimiento mecánico de mis pies para dirigirme al aparcamiento. Mi coche, un Mercedes de color granate, estaba aparcado en la plaza número 25 del garaje que ocupaba el sótano de mi edificio. Recordé que había venido a pie a la estación el día que decidí marcharme a Bruselas y me sorprendió lo poco que había pensado en las cosas que había dejado atrás durante mi estancia en el hotel. También me sorprendió lo poco que las había echado de menos
Me dirigí rápidamente hacia la calle de la Estación, esperando no encontrarme con nadie. Sería improbable porque todo el mundo estaría trabajando a esas horas y además, la mayoría de mis conocidos en Waterloo eran amigos de Carlota. No tendrían que hacer ningún esfuerzo para ignorarme si se cruzaban conmigo. Torcí a la derecha y cogí la rue de Tillieuls, luego la rue de Schaettens y finalmente la rue François Libert, que desembocaba en el bulevar del Censo. La ansiedad me subía lentamente por el pecho, igual que una araña trepando por su hilo de seda. Me llevó apenas diez minutos llegar a los jardines que se extendían delante de los bloques de pisos y apartamentos. Reduje el ritmo de mis pasos hasta que me paré delante del pequeño camino bordeado de hierba que terminaba en mi portal. Quise emprenderlo, pero algo me impedía moverme, como si una barrera invisible se hubiera construido delante de mí y me prohibiera la entrada. Levanté la vista y observé la terraza del segundo piso, con su toldo a rayas blancas y verdes esmeradamente recogido. Las mesa y los sillones de madera de teca también estaban allí, junto a dos macetas de terracota cuyos arbustos se habían secado hacía tiempo.
– ¡Buenas tardes! ¡Por fin le encuentro! – dijo una voz femenina a mi lado.
Me volví y me encontré con Madame Dubois, mi vecina del apartamento de enfrente y la guardiana de mis llaves. Era una mujer de más de setenta años, menuda, con el pelo cuidadosamente teñido de rubio y peinado en un moño francés. No sonreía demasiado pero era muy cortés y siempre hablábamos educadamente cuando nos encontrábamos.
– Buenas tardes, madame Dubois ¿Cómo está usted?
– Pues muy bien. Nenúphar y yo hemos salido para disfrutar de este sol de invierno tan imprevisto, pero ya nos volvemos a casa.
Madame Dubois miró hacia el suelo como hacía cada vez que hablaba de su perrita, una “bichon” maltesa con un genio terrible que ladraba a Buddy como una posesa cada vez que nos cruzábamos por la calle.
– De hecho me alegra encontrarle porque quería hablar con usted. Hace bastantes días que no le veo – prosiguió en un tono que me hizo preocuparme.
– Sí. He estado de viaje y por eso no me ha visto – contesté, intentando darle la mínima información posible.
– Prefiero decirle esto en persona y no por teléfono. Verá, quería pedirle que si tiene que mover los muebles de su apartamento, como hizo el miércoles pasado, por favor hágalo durante el día y no en medio de la noche cuando todo el mundo está durmiendo. Esos ruidos son muy desagradables. Nenúphar y yo nos despertamos asustadas y Monsieur Maes me dijo que él también había oído los ruidos.
– Perdóneme por favor, Madame Dubois – respondí, pretendiendo mostrarme avergonzado -. Una araña enorme apareció por el suelo y se escondió detrás de una estantería. No pude parar de buscarla. Ya sabe que esos bichos se escapan por cualquier resquicio.
Mi excusa era poco creíble y Madame Dubois me miró con escepticismo, pero fue lo bastante educada como para no continuar preguntando.
– Le aseguro que no volverá a ocurrir. Perdone las molestias- dije en un tono lo más contrito posible.
– Bien. Espero que así sea. Buenas tardes, Monsieur- me dijo mientras se daba la vuelta y enfilaba el camino hacia el portal con Nenúphar pegada a sus talones.
– Buenas tardes, Madame Dubois – le contesté aunque no sé si me oyó.
No la seguí y empecé a dar paseos arriba y abajo de la calle. No solo no quería compartir ascensor con Madame Dubois y su desagradable perra, sino que también necesitaba unos minutos para comprender lo que acababa de decirme. El corazón me latía desaforadamente y me sentí sudoroso. Saber que alguien había entrado en el piso a pesar de la puerta blindada y la alarma conectada me producía un pánico extraño, teñido de incredulidad. Comprendí en ese momento que mi decisión de escaparme al hotel había sido acertada, aunque hacía diez días no se me hubiera ocurrido ni remotamente que algo así me pudiera ocurrir. Seguí paseando mientras decidía si tenía el suficiente coraje para subir al apartamento y descubrir lo que ese extraño o extraños habían hecho dentro de aquellas paredes que habían sido mi casa. Lo más lógico y menos peligroso sería marcharme, coger el primer tren a Bruselas y volver al refugio seguro del hotel. Estaba seguro de que quien fuera que fuese que entró en el apartamento no encontró lo que quería. El sobre marrón de Truman estaba seguro, por ahora, en la caja fuerte de la habitación del hotel. Sin embargo, decidir lógicamente no me parecía adecuado en esos momentos. El miedo no conseguía erradicar el deseo de estar en el apartamento, tan intenso ahora como cuando dejé Bruselas hacía apenas una hora. No lo pensé más y mis pasos decididos atravesaron la barrera que solo yo podía romper. Entré en el edificio y subí corriendo las escaleras mientras sentía una absurda sensación de triunfo. De pronto me encontré jadeante delante de la puerta del mi piso. La imagen de Buddy, esperándome detrás, me vino a la memoria con la claridad de una fotografía.
– Alguien se lo ha encontrado merodeando por la estación y nos lo han traído a la clínica. Nadie lo ha reclamado todavía. Solo sabemos que se llama Buddy porque lo pone en el collar – me dijo Carlota aquella tarde, cuando el perro salió tímidamente a recibirme a la puerta.
Buddy era un perro-rompecabezas, mestizo de un montón de razas que se podían identificar en las distintas partes de su cuerpo. Era de talla mediana, con una oreja caída y la otra de punta, la cola enroscada, el hocico corto y un pelaje de color anaranjado que le daba una identidad irrepetible.
– Está bañado y desparasitado. Vendrá conmigo a la clínica durante el día y no tendrás que ocuparte de él. Me hará compañía cuando estés de viaje – continuó Carlota mientras le acariciaba la cabeza.
Nadie reclamó nunca a Buddy y solo se marchó cuando Carlota se lo llevó. Supongo que seguirá haciéndole compañía y me habrá olvidado. Lo que siempre me sorprendió fue cómo consiguió introducirse en mi vida cuando no había espacio en ella, ni siquiera para mi propia esposa. Buddy pronto empezó a seguirme por todo el apartamento y se acomodaba a mis pies en cuanto me sentaba. Yo aceptaba su devoción sin saber muy bien qué hacer con ella. Empecé a sacarle de paseo por las mañanas antes de coger el tren, cuando no estaba de viaje. Un vínculo nació entre los dos durante esos paseos a las seis de la mañana bajo intemperies varias y siempre en soledad. De alguna forma, Buddy sabía lo que pasaba en nuestras vidas. Su mirada inteligente, bajos sus orejas desequilibradas, fue testigo de la desintegración de nuestro matrimonio, pero su lealtad jamás le permitió tomar partido. Aún después de tanto tiempo, me sorprendió la tristeza de no escuchar sus pisadas aceleradas hacía la puerta cuando puse la llave en la cerradura.