Era un fastidio tener que empezar el colegio cuando hacía tan buen tiempo. El sol le calentaba la cabeza igual que el casco que mamá le obligaba a ponerse cuando iba en bicicleta. La mochila le pesaba y botaba sobre su espalda mientras andaba.
– ¡Rodrigo, no te quedes atrás! ¡Vamos!-
Mamá y su amiga Brigitte, cada una empujando las sillitas de Valentina y Marc, se habían alejado mucho. Marion y Eugenia estaban todavía más lejos. Anduvo más rápido para alcanzarlas y pensó que tal vez había estado mirando demasiado tiempo las chapas metálicas de los árboles del parque.
– ¡Rodrigo! ¡Ven y ponte delante de mí para que te vea! –
Mamá le miraba enfadada y la obedeció en silencio. Intentó alejarse lo más posible de las sillitas, pero sin acercarse a Marion y su amiga Eugenia. Su hermana mayor decía que la espiaba, lo que era una estupidez porque a él no le interesaban nada los chismes de sus amigos ni Justin Bieber.
– No sé qué se cree. Como si no me diera cuenta de…-decía mamá.
-Tienes que hacer algo, Carlota, piensa en tus hijos. Yo conozco…- contestó Brigitte.
– El teléfono de Jules es fantástico. Me lo…- explicaba Eugenia.
– Pues el de Antoine…- contestaba Marion.
– Si quieres el nombre de la abogada…seguía Brigitte.
– No sé qué hacer…-
Supuso que caminaba en el lugar correcto porque nadie le hacía caso, pero le cansaba tanta charla. Se habría puesto en las orejas los tapones que llevaba a la piscina, pero no los tenía así que se resignó a seguir oyendo cosas que no le interesaban. Menos mal que no tendría que aguantar mucho tiempo, porque estaban ya cerca del cruce en el que Brigitte y su familia se marcharían.
– Bueno, nos vemos mañana Carlota. Piensa en lo que te he dicho – dijo Brigitte mientras daba un beso de despedida a mamá.
– De acuerdo. Ya te digo mañana – contestó mamá.
Brigitte y sus hijos les dejaron y ellos torcieron a la derecha. La calle llevaba en obras mucho tiempo y un polvo gris se levantaba cuando caminaban sobre la tierra y las piedras.
-¿Sabes mamá? Hoy la señorita Seneffe nos ha hablado del gusano de seda y sus capullos. Lo he dibujado en mi cuaderno de ciencias ¿Lo quieres mirar cuando lleguemos a casa?
Mamá no contestó. Intentaba hacer avanzar la sillita, pero las ruedas se atascaban con las piedras y tenía que retroceder y avanzar cada poco. A Valentina no parecía importarle porque estaba dormida como un tronco.
– Esta porquería de ayuntamiento…- dijo mamá por lo bajo.
– Pues yo creo que el ayuntamiento ha puesto chapas metálicas con números a los árboles para saber donde están. Mira, éste tiene una. Los del parque también las tienen.
No sabía por qué había hablado del ayuntamiento. No tenía ni idea de qué era eso, excepto que papá había llamado allí una vez para que recogieran a un gato atropellado. Mamá le miró con el ceño fruncido y siguió sin contestarle. Tenía la cara roja y el pelo se le pegaba a los lados de la frente.
-¡Marion, no vayas tan rápido! ¡Espera!- gritó mamá repentinamente.
Su hermana se paró sin volverse y les esperó con el teléfono pegado a la oreja. Mamá seguía avanzando. Él quería hablarle pero no se le ocurría nada que pudiera interesarla, hasta que pasaron al lado de algo que llevaba días llamándole la atención.
– ¡Mira mamá! Este árbol no tiene chapa pero le han puesto un collar de perro ¿Has visto? ¡Pobre árbol! No puede crecer porque ese collar lo está asfixiando desde hace tiempo. Ya es casi del color de la corteza. A lo mejor hay que llamar al ayuntamiento para que se la quiten y lo…
-¿Pero es que nunca te vas a callar? ¡Estoy harta de tus árboles y de las chapas y del collar del perro! ¡Cállate de una vez!- le gritó mamá, tan furiosa, que le pareció que se lo iba a tragar con la boca enorme que abrió. Valentina se despertó con los gritos y se puso a llorar y a patalear. Mamá dejó de mirarle y se inclinó sobre la silla.
– Pobrecita… Mi bebé…No llores… No pasa nada…- le decía.
Estaba parado en medio de la acera. Había cerrado los ojos y no los abrió hasta que dejó de oír el ruido de las ruedas sobre la tierra. Mamá, Valentina y Marion estaban lejos. Solo entonces se puso a andar. Algo le pinchaba en el pecho y el dolor le subía por la garganta hasta la frente, pero no quería llorar en medio de la calle. Valentina era un bebé pero él era mayor, ya tenía siete años y podía comprender las cosas. Papá se lo había dicho. Pero ahora no comprendía nada de nada. Todo empezó el día que papá no vino a cenar al apartamento que les prestaba la tía Lisbeth en Knokke. La mesa estaba puesta y el “waterzooi” caliente, pero papá no llegaba. Mamá llamó por teléfono varias veces y después se encerró en el dormitorio. Marion y él la esperaron mucho rato y el “waterzooi” se enfrió.
-Vamos a cenar sin esperar a papá. Va a llegar muy tarde- les dijo cuando volvió al comedor.
La cena fue silenciosa y mamá les sonreía, pero no parecía contenta y apenas comió. Esa noche dio vueltas y vueltas en la cama, como cuando tenía fiebre, hasta que oyó pasos y cuchicheos. Se levantó y sin darse cuenta se encontró en el pasillo, delante de la puerta entreabierta del dormitorio de papá y mamá.
– ¿Cómo es posible que dejes que ella nos haga esto? Va a destruir nuestra familia y tú se lo vas a permitir.
– Nadie va a destruir nada, Carlota. Tienes que entender que las cosas cambian, las personas cambiamos.
– Y me han dicho en el estudio que llevas toda la semana de vacaciones. Evidentemente con ella y no con nosotros ¡Qué vergüenza! ¿Cómo has podido hacernos esto? A mí y a tus hijos.
La voz de mamá temblaba y parecía que lloraba. Papá, en cambio, tenía la misma voz de cuando le decía que tenía que trabajar duro en el colegio y olvidarse de jugar en la tableta.
Al día siguiente hicieron las maletas y volvieron a casa en Bruselas. Mamá les dijo que la tía Lisbeth necesitaba el apartamento y no podían quedarse más tiempo. Desde entonces papá y mamá apenas se hablaban y cuando lo hacían, parecían ladrarse como los perros del vecino de al lado. Mamá estaba de mal humor todo el tiempo, les gritaba y solo cocinaba pasta con salsa de tomate. Papá llegaba del trabajo cuando estaban acostados, dormía en el sofá y se marchaba antes de que se despertaran. Estaba seguro que todo era culpa de esa “ella” que mamá había mencionado aquella noche en el apartamento de la tía Lisbeth. “Ella” no tenía nombre y seguro que hacía cosas malas a otras familias. A lo mejor “ella” había parado a los obreros para que no terminaran las obras de la calle y le había puesto el collar de perro al pobre árbol para que se asfixiara. Pero él estaba harto y no tenía miedo. Se le había ocurrido un plan, lo haría esa noche. Sólo tenía que llegar a casa y aguardar a que se hiciera oscuro.
Escuchó a mamá acostando a Valentina y luego en el cuarto de baño. También oyó llegar a papá y como se preparaba el sofá para dormir. Esperó hasta que los ruidos desaparecieron y aún siguió esperando, sin moverse, tumbado en la cama por si alguien venía. Se levantó a oscuras cuando estuvo seguro de que todos estaban dormidos. Se puso unos calcetines y una sudadera, abrió la puerta de su dormitorio con cuidado y descendió la escalera muy despacio para que no chirriara. Sus deportivas estaban a la entrada, debajo del perchero. Las cogió rápidamente y salió al jardín por la puerta de la cocina, que nunca se cerraba con llave. No había mucha luz, pero consiguió calzarse en el patio y después abrir el invernadero. Las tijeras de podar estaban colgando en el estante donde las dejaba papá. Las cogió, atravesó corriendo el césped y se escurrió a través del espacio que quedaba entre el seto y la verja. El plan había salido muy bien y se sintió contentísimo de estar en la calle y fuera de casa. Ahora le quedaba la segunda parte de su misión.
Había andado muy decidido hasta que se dio cuenta de que no había farolas en una parte del camino. Sus pasos sobre la grava hacían mucho ruido y se paró para mirar a su alrededor. No había nadie y sintió miedo, pero no iba a darse la vuelta ahora y volver a casa. “Ella” seguiría haciendo cosas malas, mamá continuaría enfadada y papá no tendría una cama normal. Eso no podía ser, así que hizo un esfuerzo y corrió hacia el árbol. Una farola estaba encendida justo encima y se veía con claridad el collar de perro alrededor del tronco. Se acercó con las tijeras en la mano para empezar a cortar. El collar estaba muy duro, casi tan duro como la corteza y los dedos le dolían después de unos cuantos intentos. Siguió cortando y el cuero empezó a abrirse un poco junto a la hebilla. Se animó pensando que “ella” se estaba rindiendo y el árbol podría respirar por fin. Entonces notó algo frio sobre la cabeza. Al principio fueron unas pocas gotas, pero casi inmediatamente empezó a llover mucho. Se puso la capucha y siguió cortando, pero la lluvia no ayudaba. El collar de perro se hizo resbaladizo, lo mismo que sus manos y las tijeras se le cayeron al suelo. La farola parecía haberse apagado porque apenas veía. Se arrodilló al lado del árbol y palpó la tierra mojada buscando las tijeras, pero no las encontró. De pronto se sintió muy cansado y notó que los pantalones de su pijama estaban mojados y el frio le subía por las piernas.
– Buenas noches, jovencito. ¿Me quieres decir qué haces aquí solo a estas horas?
Se puso de pie de un salto, aterrado. Un hombre estaba agachado a su lado. Llevaba puesto algo oscuro con tiras blancas y brillantes y una gorra. El coche de policía estaba un poco más lejos, con una luz azul que daba vueltas.
– Es que este árbol tiene un collar de perro y no puede respirar y se lo ha puesto “ella”, que es una bruja muy mala que hace llorar a mi mamá. Y yo lo quiero liberar pero no puedo y…
Se lo quería contar todo al policía, explicarle para que entendiera por qué estaba allí pero no pudo. Se puso a llorar igual que Valentina cuando cogía un berrinche. Lloró y lloró hasta que otro policía vino con una manta y lo envolvió con ella.
– Mira, no te preocupes. Yo vengo luego y le quito el collar al árbol para que pueda respirar. Pero creo que ahora debes volver a casa y ponerte ropa seca – le dijo el policía, muy amablemente, mientras le limpiaba la cara con un pañuelo de papel.
Le contestó que estaba de acuerdo, pero que no se acordaba del número de la casa ni del teléfono. Sí sabía cómo llegar y se lo explicó desde el asiento trasero del coche. Uno de ellos, el que iba a quitarle el collar al árbol, le llevó en brazos hasta la puerta de casa. Llamaron al timbre y esperaron un tiempo hasta que la puerta se abrió. Mamá apareció con su camisón rosa y papá en camiseta y calzoncillos. Los dos tenían caras de susto y de sueño a la vez. Él ya no lloraba pero se le caían los mocos.
-Hola, buenas noches. Aquí les devuelvo a un fugitivo muy valiente que quiere salvar a un árbol. No sé quién es esa “ella” de la que me ha hablado, pero desde luego tiene un digno adversario.