La historia de Oscar o por qué los trenes alemanes llegamos tarde

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Eramos la quintaesencia de la puntualidad, el paradigma, junto con nuestros vecinos suizos, de la relojería y el orden, y a nadie, en su sano juicio, se le habría ocurrido cuestionar esa virtud tan germánica, esa precisión para llegar siempre a la hora indicada en los tableros y billetes.

Photo by Jonathan Eden-Drummond

Pero les estoy hablando de un tiempo que los de menos de veinte años no pueden conocer1. Ese tiempo en que el ferrocarril alemán, pero no sólo el ferrocarril sino toda la infraestructura institucional del país, era sinónimo de exactitud, pertenece ahora al pasado. En la actualidad los jóvenes viajeros se han acostumbrado a las múltiples demoras que los hacen perder conexiones con otros trenes, cosa del todo impensable para las generaciones anteriores que habrían tendido a atribuir tales características a los españoles o italianos, jamás a nosotros.

Se preguntarán, no sin razón, qué fue lo que pasó para que se desvaneciera un rasgo esencial de nuestra identidad. Los motivos fueron varios. Por un lado, por muy raro que parezca, estábamos hartos, nosotros -los trenes, las locomotoras y los vagones- de las tensiones y el agotamiento que suponía estar siempre adonde había que estar a la hora prevista. Como buenos alemanes, sin embargo, éramos soldados habituados a obedecer órdenes, de modo que, si en el fondo de nuestros cuerpos de acero lo pensábamos, nunca habríamos admitido nuestro profundo cansancio. Así que seguíamos con la rutina como si nada. Pero, por otro lado, debajo de la aparente disciplina, crecía el descontento.

El germen de la idea se le ocurrió a Oscar, un amigo que suele hacer el trayecto Berlín Bruselas y con quien nos cruzamos cada dos por tres en Frankfurt. (By the way, yo me llamo Teodoro.) Hay que decir que Oscar es un compañero muy respetado en nuestro gremio tanto por su antigüedad como por su capacidad de reflexión y que además está muy bien informado, pues lee todo lo que pasa por sus vagones. No es de extrañar entonces que haya llegado tan luego a su conocimiento, antes que al de cualquiera de nosotros, la noticia del escándalo de los motores diesel, ya que seguramente no se le pasó por alto el único ejemplar del Frankfurter Allgemeine Zeitung que un pasajero dejó olvidado en su asiento y lo leyó bien rápido antes de que el personal de limpieza lo tirara a la basura.

Con lujo de detalles, a lo largo de varias páginas, el periódico narraba, con una buena dosis de indignación y otro tanto de vergüenza, lo bajo que había caído la empresa automovilística Volkswagen, florón de la industria alemana, que había engañado a millones de clientes en todo el mundo haciéndoles creer, mediante un software instalado en los motores de los vehículos, que éstos casi no contaminaban el medio ambiente cuando la realidad era todo lo contrario.

Que los alemanes hubieran defendido sus intereses, vaya y pase, pero que, para hacerlo, hubieran mentido en una causa, la de la ecología, que siempre había estado en el centro de sus preocupaciones, era vergonzante. Eso fue probablemente lo que pensó Oscar. Lo digo porque creo conocerlo bien y en estos temas solemos estar de acuerdo. Es más, pienso que para cualquier alemán, ser vivo o tren, que se precie, aquel fraude fue un deshonor, una humillación a nuestra tan bien ganada reputación.

Como podrán imaginarse, los coches y los trenes tenemos una tradición de rivalidad acerca de quién transporta mejor y más rápido un mayor número de personas, nuestra principal ventaja siendo que contaminamos menos. Por eso, a pesar de que en las últimas décadas la balanza se había inclinado a favor de los coches, nosotros siempre habíamos contado con el apoyo de los verdes. O eso creíamos. Y confiábamos en que nuestros rivales estaban haciendo lo necesario para contaminar menos. Sobre esa base los respetábamos. Enterarnos de repente que todo eso era mentira, fue un shock. Habíamos aceptado que las instituciones apoyaran a los automóviles antes que a nosotros en pos de un bien común, un medio ambiente más limpio, y resulta que era un fraude.

Oscar nos convocó a una reunión. Procurando hacer el menor ruido posible para no despertar sospechas, nos encontramos a las tres de la mañana en las vías de maniobras que están junto a la estación central de Frankfurt. No estábamos todos en aquella primera asamblea que consistió, más que nada, en una alocución de Oscar para informarnos sobre lo de Volkswagen e instarnos a que se lo transmitiéramos a otros y reflexionáramos sobre lo que podíamos hacer.

Durante los meses siguientes nos dedicamos a pasar la información. Cada vez que veía a un compañero, ya sea que estuviéramos en andenes vecinos, ya sea que nos cruzáramos en una zona de baja velocidad, en lugar de los intercambios habituales ( ¿qué tal, Teodoro? ¿qué tal, Hans? ¿Cuándo te tomas vacaciones? No sé, nadie se toma vacaciones ahora), a la primera pregunta respondía ¿Te enteraste de lo de Volkswagen? Y ahí mismo le resumía la cuestión en dos o tres frases antes de que sonara el silbato y tuviéramos que arrancar uno o el otro.

Pasado algún tiempo, todos los trenes alemanes (e incluso algunos austríacos y franceses que nos cruzábamos en las estaciones) estábamos al corriente del escándalo y queríamos expresar nuestra indignación de la mejor manera posible. El razonamiento que subyacía nuestras reflexiones era el siguiente: si los coches no respetaban las reglas y no sólo no los castigaban sino que iban por ahí lo más campantes como si nada, ¿por qué nosotros, que teníamos mucho más trabajo que ellos, debíamos seguir respetándolas? ¿Y cuál era la regla más importante, de las que todas las demás derivaban?

¡La puntualidad! estaba diciendo Oscar en su discurso más encendido, su alegato más fuerte contra el nuevo orden institucionalizado que no tomaba en consideración nuestra dignidad, transmitido a todos los trenes mediante la radio interna del ferrocarril. En signo de aprobación se oyeron pitidos, chirridos de ruedas contra las vías y, de haberlas habido, las antiguas locomotoras a vapor habrían lanzado su inconfundible silbato.

Así quedó sellado nuestro pacto. A partir de ese momento nunca más llegaríamos a la hora indicada. El nuevo modelo del ferrocarril alemán sería la impuntualidad. Y como buenos germánicos que somos, hemos cumplido.

Dulce

(1) Charles Aznavour – La Bohême

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