Hotel

Hotel

Nunca antes había prestado atención al sonido que hace el bolígrafo cuando se desliza sobre el papel. Tampoco al repiqueteo que nace al crear los puntos y las comas. Un hueco se ha ensanchado en el dedo corazón de mi mano derecha y un ligero dolor me aprieta la muñeca.

Escribo desde hace días en las páginas de este cuaderno que encontré en un cajón del escritorio. Normalmente se encuentran biblias en las habitaciones de hotel, pero éste es diferente y por eso me encontré un cuaderno de tapas duras y negras en lugar de una biblia.

El bolígrafo estaba en el bolsillo de mi cazadora y vino a mi mano con naturalidad. No tuve que hacer ningún esfuerzo, lo que me sorprendió porque siempre detesté escribir. Recuerdo mi desesperación cuando tenía que hacer redacciones en el colegio, particularmente si el tema era libre. Todas las historias que se me ocurrían me parecían anodinas, sin sustancia ni interés para nadie.

La señorita Milagros, mi primera profesora de Lengua Española, confirmaba mis temores con su ceño fruncido mientras me escuchaba leer el mísero resultado de mi trabajo. En cambio, cuando Rogelito nos contaba lo que había escrito, la señorita Milagros sonreía abiertamente. No sólo ella sino también todos mis compañeros de clase. Rogelito describía locas aventuras minuciosamente y nuestra clase se convertía en la guarida de un dragón con tres colas o en una nave espacial llena de marcianos dorados con escafandras de cristal. Yo sonreía junto a ellos pero no me sentía contento. Nunca conseguía arrancar de la señorita Milagros ni una sola palabra de alabanza, porque siempre se las reservaba a Rogelito.

Todo cambió el día que descubrí que podía copiar lo que habían escrito otros. Al principio usaba mis propios libros de lectura y conseguí que le señorita Milagros dejara de fruncir el ceño, aunque no me dijera nada. Luego empecé a ir a la biblioteca y mucho más tarde, el ordenador se convirtió en mi cómplice perfecto. Ni uno solo de los textos que he escrito en mi vida, y son muchos, tienen de mí más que las conjunciones y preposiciones necesarias para unir frases y párrafos. Cientos, miles de fragmentos robados a autores que nunca sabrán de mis dotes de anónimo depredador de palabras.

Me pregunto qué diría la señorita Milagros si viera mi aplicación presente con las páginas de este cuaderno. No sonreiría cuando lo leyera, de eso estoy seguro, pero tampoco frunciría el ceño. Tal vez se preguntaría sobre el futuro que me espera fuera de este hotel y me regalaría algo de lástima.

Mi espalda se queja porque llevo horas encorvado sobre la mesa. Me levanto de la silla y empiezo la rutina de dirigirme a una esquina de la habitación, la que está ocupada por la mesilla de noche. Me lleva unos segundos decidir qué circuito voy a emprender. Mi favorito va desde esa esquina hasta el armario, haciendo una pequeña curva para evitar la cama. Son diez pasos que suelo repetir en sentido inverso.

La diagonal de la habitación, restringida por la presencia del escritorio y de nuevo la cama, son doce pasos. A veces rodeo el perímetro completo de la habitación. Veintitrés pasos. Si incluyo el cuarto de baño en este circuito, subo a treinta y seis pasos. Me alegra que la habitación sea relativamente grande. Creo que es cuadrada, de unos cuatro metros de lado y tiene los muebles justos. La cama doble, las dos mesitas de noche, la silla, el escritorio y un armario empotrado sin puertas. No debo esperar más teniendo en cuenta lo poco que cuesta.

El conserje me miró extrañado cuando le mostré dos mil euros en cuatro billetes de quinientos. No tenía ni idea de cuántas noches me pagarían en una habitación sin vistas a la calle.

– Se puede quedar treinta noches, señor. Le hago un precio especial- me contestó después de consultar la pantalla del ordenador.

Acepté rápidamente porque eso era exactamente lo que necesitaba. El hombre me tendió dos tarjetas mientras tecleaba al mismo tiempo. Llevaba el pelo largo y engominado hacia atrás, igual que algún portero de discoteca que había encontrado en mis tiempos de juergas. Sus ojos oscuros compartían color con una camisa abotonada hasta el cuello.

– Ésta es para la puerta de la habitación y la otra para la de entrada. No hay servicio de noche pero puede llamar a ese teléfono en caso de emergencia-me explicó mientras me mostraba un número impreso en el reverso de una de las tarjetas.

No me dio tiempo a darle las gracias.

– ¿Tiene equipaje?-prosiguió eficientemente.

Le enseñé mi bolsa de deportes medio llena. No era necesario que me acompañara a la habitación pero lo hizo igualmente. Supuse que quería observarme con atención por si tenía que describirme a la policía. Mi tarjeta de identidad estaba en orden y los billetes no eran falsos, pero el hombre desconfiaba. No intenté disuadirle de ello.

– Que tenga una buena estancia- me dijo antes de cerrar la puerta.

No le di una propina ni tampoco las gracias porque sólo quería que se marchara y me dejara solo. Me apoyé en la pared y cerré los ojos hasta que escuché la puerta del ascensor abrirse y cerrarse. Sentí un gran alivio en ese momento, igual que cuando uno se da una ducha después de sudar durante un día caluroso. No estaba seguro de si me estaba escapando, todavía no podía comprender la razón imperiosa qué me había empujado a meter algo de ropa interior, unas pocas camisas y unos pantalones en una bolsa de deportes y abandonar mi apartamento. Ni siquiera cogí mi ordenador portátil.

Nada era más importante en aquellos momentos que coger el tren desde Waterloo y bajarme en la Estación Central de Bruselas. Era de noche pero no recuerdo la hora exactamente. Había poca gente por la calle y me dirigí a pie en dirección a la Estación de Midi. Las calles que atravesé no me decían nada, no sabía dónde estaba y usé las luces rojas de la Torre de Midi como referencia para no perderme. Buscaba un hotel pero no podía ser uno cualquiera. Debía parecerse, recordarme de alguna manera a los que veía desde el tren en mis viajes cotidianos al trabajo.

Los hoteles de estación siempre me han hecho pensar en alguien perdido, suspendido en un vacío temporal tras una serie de circunstancias imprevisibles. Una huelga de maquinistas, una cartera robada con dinero y el pasaporte, una tormenta de nieve que congela las catenarias, un suicidio que cierra las vías durante horas. Eventos que dejan a sus víctimas necesitadas de un refugio igualmente necesario que efímero. Yo no soy un buen ejemplo de esas víctimas porque conservo mi pasaporte y mi cartera, mi tren llegó a la hora exacta a la estación Central de Bruselas y no está nevando.

Además soy dueño de un bonito apartamento en el Boulevard de la Cense de Waterloo, cuya llave está en un bolsillo de mi pantalón. Está lleno de muebles caros, tiene vistas a un parque infantil y vecinos muy agradables. Pero no era bueno para mí estar allí por el momento, tenía que alejarme y respirar algo diferente a la vida complaciente y mansa del suburbio. Un hotel de estación me parecía un buen alojamiento, un lugar donde nadie preguntaría por qué razón lo habitaba, donde podría mezclarme con otros desplazados.

Me lo imaginaba antiguo, igual que los que había visto en algunas películas, con una fachada de ladrillos rojizos y cuatro pisos como máximo. Las llaves colgarían en las celdillas de un panel de madera detrás del mostrador de la recepción. Tendría un timbre de latón, un libro de registro y un bar con neones y espejos en la planta baja. Tal vez me servirían un vodka con zumo de lima antes de acostarme y un café y un croissant de desayuno.

Mi búsqueda aquella noche estuvo a punto de fracasar. Además la lluvia se había convertido en una incómoda compañera de tarea que me había empapado. Estaba casi decidido a volver a Waterloo cuando vi una luz azulada sobre la acera, a pocos metros de donde me encontraba. Me acerqué y descubrí que salía a través de unas puertas de cristal, enmarcadas en metal plateado. En la parte superior estaba escrito “hotel” en letras mayúsculas. No había nombre, ni estrellas que indicasen la categoría ni pegatinas mostrando las tarjetas de crédito aceptadas para los pagos. Las puertas de cristal se deslizaron hacia los lados y desaparecieron como si nunca hubieran existido. Dudé unos segundos, pero el blanco impecable del suelo y las paredes atrajeron mi atención inmediatamente.

No había celdillas de madera para las llaves ni timbre de latón, ni siquiera una planta o un sillón y su correspondiente mesa baja. Tampoco un bar oscuro que sirviera vodkas con zumo de lima. Sólo un mostrador lacado en blanco ocupaba el centro del área de recepción. Un hombre vestido con una camisa negra cerrada hasta el cuello miraba algo en una pantalla de ordenador. Los ascensores estaban detrás del mostrador.

Un verdadero lugar de paso, me dije, sólo era posible estar allí camino de algo, en movimiento, sin sentimientos de bienvenida o despedida. Sentí la frialdad del desapego y supe que había encontrado lo que estaba buscando. Podría perderme un tiempo, ni siquiera yo mismo podría encontrarme si no lo deseaba. Mi antiguo yo se quedó fuera aquella noche, desterrado tras las puertas de cristal y empapado bajo la lluvia. Mi nuevo yo vive en esta habitación cuadrada con vistas a un patio interior y escribe en las páginas de un cuaderno de tapas duras y negras.

 

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Seven Writers. Three Languages. One City.
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1 Response to Hotel

  1. Katarina says:

    I am looking forward to reading you, Eva

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