Mirar y no recordar

Photo by Raquel

HUGO
Cuyo nombre no recuerdo…

Miro a un compañero de trabajo, a quien sólo hacía dos semanas que no había visto, y ahora al encontrarme frente a él, cara a cara, no puedo acordarme de su nombre. Mirar y no recordar. Ver y no recordar un nombre, su nombre. Concentrarme y arrugar el ceño de mi frente, y su nombre sigue sin venirme a la mente.

Empecé a buscar nombres masculinos que encajaran con su cara, con su mirada, con sus ojos tristes y cansados. ¿Por qué tristes? Nunca antes, cuando me acordaba de su nombre, me lo había preguntado. Ahora en cambio me lo pregunto.

Él es otra persona porque se me ha desvanecido su nombre, o quizás soy yo la que ha cambiado, y no soy yo misma. Veía sus expresiones faciales, sus labios arrugarse al hablar, un movimiento raro con la nariz al reir. ¿Será otra persona? Quizás lo era.

“¿Habrá mi mente olvidado para siempre cómo se llamaba ese compañero que me parece tan afable ahora, y que tengo delante de mí?”

No. ¡No podía haberme olvidado! Me negaba por completo. Decidí convertirlo en otra persona. Decidido. Sí. Era otra persona. Me pareció fascinante cómo podía haberlo transformado en otra persona. Por casualidad, acababa de inventar una forma diferente de conocer nuevas personas.

Según el nombre que encontraba adecuado para él, Jose Luis, Armando, Roberto, etc., adquiría otra simpatía, otro encanto, otra gracia, incluso, y lo que más me avergonzaba: sentía más o menos respeto hacia él, más o menos admiración hacia su persona. Qué curioso es el cerebro humano.

Y fue precisamente por eso que, esas imágenes, esas caras de esas otras personas que casi en su totalidad perdieron su recuerdos, su memoria, sus nombres, me vinieron a la mente de forma nítida. Tenían caras, nombres, pero ya no estaban con nosotros, el alzheimer tuvo la culpa.
—¿Todo bien, entonces? —me pregunta él—. Era argentino. Su acento sí que permanecía intacto.
—Sí, ¿por qué? ¿No lo parezco? ¿Tengo mala cara?
—¡Qué cosas tienes!, claro que sí —, y luego mencionó un refrán apropiado para las situaciones que no son lo que parecen. Ahora mismo no lo recuerdo, no sabría repetirlo.
—Perdona, es que tengo ganas de un parón, de unas verdaderas vacaciones.
—Yo también mujer, pero ya sabes, nosotros, el tipo de seres humanos que somos. Nosotros, nunca tendremos verdaderas vacaciones. La vida es una mierda, niña.
—Pues, sí, tienes toda la razón.

Y en ese momento el ascensor se cerró, y yo me quedé fuera esperando el otro ascensor que bajaba, mientras las puertas del ascensor que subía, ascensor en el que estaba él, se cerraron.

MARIA
De la que recuerdo claramente aquella frase tan lúcida…

Cuando recordé el nombre de Hugo, habían pasado 24 horas, todo un día. Tuvo que pasar un día entero hasta acordarme de su nombre. ¿Por qué?
Pensé en esas personas con principios de alzheimer que no recuerdan un nombre, una caricia, un sabor, un defecto o una virtud de la persona que tiene enfrente de sí, y que alteran el orden de sus emociones y el respeto hacia sus seres queridos, e incluso hacia ellas mismas. De igual modo, alteran el orden del tiempo en el que viven, o la identidad de las personas que les están hablando: si yo era yo, o tú, tú misma, o ella, realmente ella.

Y pensé también en esos momentos de lucidez en los que una frase brillantemente cabal les viene a la mente, como fue el caso de María.

Conservo aquella frase clavada en mi mente. La imagen de María mirándole a él en aquella lujosa habitación de aquella clínica privada.
—Él nunca me quiso, ¿sabes? Nunca.

Después continuó, lúcida y a la vez perpleja de sí misma.
—Yo siempre supe que amaba a aquella otra.

LILA
Y su tono de voz aterciopelado y quejumbroso…

Nunca antes había comprendido, tan bien, la importancia de un tono de voz. Un tono de voz que era aterciopelado y blanco a la vez. Resonaba a mis oídos entre quejumbroso y determinado. Era directo pero al unísono miedoso en sus enunciados.

Me fijo mucho en esas minúsculas moléculas de vida que existen entre las personas.

De la misma manera que Lila se fijaba en cosas que otras niñas no se daban ni cuenta a su edad.
—¡La vida me interesa! —exclamó un tarde de un lunes cualquiera. Recuerdo que dijo a sus 5 años cuando era aún pequeña y lista.

Recuerdo cuando miraba la pared del pasillo de casa de sus progenitores, y se preguntaba qué universo escondía ese trozo de papel que se había levantado accidentalmente.

Se imaginaba que allí había cosas, partículas misteriosas, células igualitas, igualitas a las que ella veía en sus manos arrugadas cuando salía del agua del mar en verano, y que, tras mirarse en el espejo pequeñito de bolsillo veía junto a ellas también sus labios. Labios que estaban liláceos. Liláceos, como los llamaba su abuela, María de los Ángeles. Pero el lila que veía en sus libros y dibujos de la escuela no era ese tipo de lila. Sin embargo, le daba la razón a su abuela. Por amor. Porque el amor a esas edades tenía sabor a verdad. Y ella le preguntaba a su abuela:
—Abuela ¿Permanecerá para siempre este color liláceo en mis labios?

Ya ha crecido y es mayor: el orden, el lugar y el tiempo de las cosas de la vida se han alterado.

No sé dónde ni cuándo Lila empezó a alterar aquél orden. Creo fue al terminar sus estudios de secundaria. Recuerdo sus palabras al graduarse.
—Hablo mucho, ya lo sé, porque estoy contenta, ¿vale? No me riñas, abuela. Ya sé que estoy hablando mucho, y muy rápido, y sí, también lo sé, no dejo hablar a nadie.

Ahora de adulta, su tono de voz sigue intacto, aunque el color liláceo de sus labios no haya permanecido.

Mientras aquel día, que duró 24 horas, intentaba escontrar el nombre de aquel compañero de trabajo, pensé mucho en María y en Lila, y me venía constantemente esta pregunta a la mente:
¿Quiénes serían, o quiénes eran, ellas sin aquellos nombres?

Raquel

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Seven Writers. Three Languages. One City.
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