Los ángeles éramos nosotras en ese motel deshilachado de las afueras al que habíamos ido a parar mi marido y yo nuestra última noche en Estados Unidos. Llegaste en un uber, como se estila ahora en casi todas partes, y aunque me opongo de manera recalcitrante a la uberización, decidí que, a partir de ese momento, como se trataba de vos, la cosa adquiría otro significado y, sea como fuere, te perdonaba.
No me acuerdo si subiste la escalera o yo bajé, creo que fue más bien esto último, pero lo que cuenta es que nos instalamos en el cuarto, grande como un salón de baile, a una mesita que estaba al lado de la ventana, y charlamos como si nos hubiéramos dejado de ver ayer.
Nunca he sabido qué papel me toca en la vida. Supongo que no es culpa de la vida, sino mía, por no saber reconocer los signos que me envía. El hecho es que llegaste, vestida como siempre lo has hecho, estilo entre hippie y bohemio, el pelo largo suelto y ese aire etéreo inconfundible, un poco como si levitaras a algunos centímetros del suelo en lugar de pisar tierra firme. Nos abrazamos y pude sentir tus huesos por debajo de la ropa. Ligera como un ángel, pensé, tal vez porque estábamos en una ciudad con ese nombre.
Muchas veces había fantaseado sobre esta conversación a solas, tan largamente postergada, ya sea por la distancia, ya sea por la presencia ajena. De vez en cuando la imaginaba como un cuento de Ángeles Mastretta (mirá vos, otros ángeles que se invitan al texto…) en que dos amigas se encuentran tras años de no verse y hablan, sobre todo, de amores y hombres que han querido.
No fue así, sin embargo. No giró en torno a otros el diálogo, sino a nosotras mismas. Nosotras en la vida hasta el momento presente, y el por qué y el cómo del exilio de nuestra querida y remota Buenos Aires. A unos diez mil kilómetros de distancia cada una, pero en direcciones diametralmente opuestas, dejando también entre nosotras una brecha del mismo largo. Un triángulo al que le había faltado hasta el presente viaje el lado superior, el que unía las dos ciudades del hemisferio norte en que vivíamos, por una vez sin pasar por Buenos Aires.
Y ahora que se había trazado finalmente la línea que completaba la figura, la vida nos juntaba en esa especie de tierra de nadie que era ese motel regido por indios en ese barrio desastrado, o quizás debiera decir desangelado, cerca del aeropuerto. Eran tus primeras horas de regreso desde la urbe porteña y las últimas mías en ese país. A la mañana siguiente volaba de vuelta a Bruselas.
Aunque volver, lo que se dice volver, siempre ha sido para mí, igual que para vos, volver a Buenos Aires. Dice el tango que “el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar”. ¿Adónde irán a detenerse nuestros pasos? ¿Cuándo dejaremos de huir? Quizás cuando se esfume esa breve pero categórica distancia que separa al desterrado de la tierra que lo acoge, por muy bien que lo haya acogido. Cuando se borre el perpetuo desfasaje que crea el no haber compartido vivencias en edades antediluvianas. En definitiva, cuando no haya más penas ni olvidos…
Mientras tanto, aquí y ahora era un remanso. Dos horas duró el encuentro. Dos horas en que el tiempo se detuvo, en que fuimos y volvimos del pasado retejiendo historias que aún tenían que ser dichas para existir.
Los nombres de las cosas sugieren a veces otras realidades, dimensiones paralelas de la existencia. Y ahora que voy cerrando este texto que te dedico, no puedo evitar arrimar los ángeles a los aires, que han de ser buenos si los habitan seres alados. Y te imagino flotando, dejándote llevar por las corrientes, tu pollera larga de colores a modo de paracaídas suavizando el aterrizaje en el Río de la Plata, para bailar en una milonga trasnochada tu intento desesperado de frenar el tiempo.