– Y el Atomium se había caído…- dije.
Adriana me observaba perpleja desde el otro lado de la mesa. Su mirada oscura como la entrada de una mina me invitaba a adentrarme en ella.
– ¿Cómo que el Atomium se había caído? ¿Me tomas el pelo? Eso es imposible….- me contestó.
– No, no…No el de verdad. Otro mucho más pequeño…- respondí riéndome un poco.
Adriana pareció a ofenderse pero se mantuvo en silencio y comenzó a pelar la naranja que había cogido de una cesta sobre la mesa. Estábamos acabando de cenar al final del tercer día de escondite en su apartamento, una caja compuesta de un dormitorio, un cuarto de ducha y una sala de estar con la cocina en una esquina. Ella continuaba trabajando en el hotel, por lo que se marchaba de casa a las seis de la mañana y volvía aproximadamente a las tres y media de la tarde. Me había prohibido salir y yo llenaba el tiempo con siestas, televisión y los libros de una estantería. A veces intentaba escribir en el cuaderno pero me aburría terriblemente tras haber garabateado unas pocas líneas. Escribir no tenía sentido cuando Adriana pronto estaría de vuelta, cargada con lo necesario para hacer la comida. El supermercado le quedaba de camino y aprovechaba para comprar lo que estuviera de oferta. Hoy habíamos preparado arroz a la cubana porque las bananas y los huevos estaban a mitad de precio. Hablamos mientras cenábamos de su trabajo, de sus colegas, de sus idas y venidas en Moleenbek. Adriana evitaba hacerme preguntas aunque a veces los temas de conversación se agotaban y dejaban pausas incómodas. Pero hoy, algo fue diferente.
– ¿Pero cuándo empezó todo? ¿Cuándo sentiste que tu mundo había dejado de girar en el sentido que esperabas?-
Su pregunta vino de repente, desconectada de la conversación. Quise contestar algo pero ninguna respuesta me vino a la cabeza. Adriana se ruborizó ante mis vacilaciones como una adolescente a la que se le sube la falda con una ráfaga de viento.
– Perdona. Ya sé que no es asunto mío. No tengo derecho a preguntarte – dijo bajando la mirada.
– No te preocupes, no pasa nada – contesté intentando tranquilizarla aunque no sé si lo conseguí.
Su humildad me emocionó porque tenía derecho a preguntarme lo que quisiera. De hecho, su curiosidad era completamente lógica después de lo que había leído en mi cuaderno. Su pregunta me devolvió a aquel lunes, siete de abril de 2014 y al Atomium caído. Hacía mucho tiempo que no pensaba en lo ocurrido aquel día, lo había desterrado de mi memoria y no había tenido suficiente coraje para escribir sobre ello en mi cuaderno. Sin embargo, en este minúsculo apartamento de Molenbeek, comprendí con claridad que todo estaba de vuelta, sin coberturas ni artificios que lo transformaran en lo que no era. También comprendí que podía contarle todo a Adriana, sin avergonzarme ni mentirle.
Aquel siete de abril llegué a la oficina sobre las ocho, después de una semana de trabajo en Londres. Debía reunirme con Martin para estudiar un caso antes de la reunión de los lunes, que empezaba a las nueve. A esa hora era habitual escuchar desde el descansillo el bullicio de timbres de teléfono y conversaciones. Sin embargo, un silencio extraño me dio la bienvenida cuando entré en la oficina. Inmediatamente supuse que algo había pasado, pero no había nadie para darme explicaciones, aparte de los dos becarios que llevaban pocas semanas trabajando con la firma. Sus rostros reflejaban desconcierto y comprendí que no sabían mucho más que yo. Seguí avanzando por el pasillo a cuyos lados estaban los despachos. Todas las puertas estaban cerradas y no escuché ningún ruido proveniente del otro lado de esos trozos de madera oscura. Pensé absurdamente que era agradable aquella calma insólita en un lugar donde cada segundo se contaba en dinero. Seguí avanzando y me encontré delante del despacho de Cees. Kevin no estaba en su mesa de cancerbero, por lo que pude acercarme a la puerta entreabierta. Un trozo de la moqueta azul oscuro que tapizaba el suelo se mostraba a través del hueco. El Atomium, una réplica en miniatura de su masivo hermano mayor, estaba tirado allí, con sus pequeñas patas metálicas apuntando hacia el techo. Me hizo pensar en un pájaro muerto. Pasaron unos segundos hasta que comprendí que alguien lo había arrojado a ese lugar deshonorable. Esa pequeña escultura estaba construida en plata maciza. Todos los socios habíamos contribuido para regalársela a Cees cuando cumplió los cincuenta años. Nina tuvo la idea, que todos aceptamos como excelente y se ocupó de encontrar la joyería que lo fabricó artesanalmente. Esa miniatura reinaba desde hacía tres años sobre la mesa de Cees, que solía abrillantarlo con una gamuza que guardaba en un cajón.
Abrí la puerta completamente y me sorprendió descubrir que Cees estaba allí, sentado detrás de su magnífica mesa y mirando al suelo.
– ¿Cees? ¿Puedo entrar? – pregunté.
No hubo respuesta ni movimiento que indicara que mi presencia había sido percibida. Pensé que quizás mi jefe se encontraba enfermo y avancé hacia él. Un olor desagradable a sudor rancio flotaba en el aire inmóvil.
¿Cees?- repetí.
Mi jefe siguió sin responderme hasta que le toqué el hombro. Solo entonces levantó la cabeza.
– Ah… Eres tú…
Tenía los ojos enrojecidos, no se había afeitado en varios días y su camisa estaba arrugada y desabotonada hasta la mitad del pecho.
– Me alegro de verte. Siéntete y hablaremos. Dile a Kevin que nos traiga el café – me dijo con voz débil.
Dejé el despacho sin decirle que su asistente no estaba y preparé rápidamente dos cafés bien cargados, que llevé al despacho en una bandeja. Cees estaba en la misma posición en la que le había dejado y tenía la mirada ausente cuando le puse la taza delante. El silencio era espeso mientras bebíamos, pero no me sentí capaz de preguntar así que me resigné a esperar.
– Se han ido ¿sabes?- me dijo de pronto
– No, no sé quién se ha ido. He estado fuera toda la semana.
Cees me miró con incredulidad, pero su expresión cambió cuando pareció recordar algo.
– Sí, es verdad. Has estado fuera. A ti también te han engañado…
– ¿Quién me ha engañado?- dije intentando ocultar mi alarma.
Cees bajó la cabeza y se la sujetó con las manos. Tardó un tiempo en contestarme y cuando lo hizo, su voz era apenas audible.
– Nina – dijo trabajosamente-. Se ha ido. Se ha marchado con tu cuñadito cabrón y los que han querido seguirles. Han abierto otra consultoría con los clientes que nos han robado.
Sus palabras entraron sigilosamente en mis oídos y llevó un tiempo hasta que empezaron a retumbar en mi cabeza, repitiéndose a sí mismas en una espiral sonora que me obligó a taparme los oídos con las manos. No sé por qué lo hice, porque el despacho estaba tan silencioso como el resto de la oficina. Supongo que no quise afrontar la verdad incómoda que había estado ignorando durante tanto tiempo y que finalmente me había atrapado. Yo sabía lo que Nina llevaba años orquestando porque ella nunca ocultó sus ambiciones y me lo hizo saber muy pronto. Muchas de nuestras conversaciones postcoitales giraban en torno a la creación de una consultoría propia.
– Si lo hacemos bien nos podemos llevar a muchos clientes. Cees se está haciendo viejo y hay que dar más energía a todo esto.
Yo la escuchaba con la mente dividida entre la lujuria, la ambición y el miedo. Lo que me convenía era que todo permaneciera tal y como estaba. Los bonos trimestrales crecían regularmente y llenaban mis cuentas bancarias, la firma me cambiaba el BMW cada año y disfrutaba enormemente de las cenas de trabajo en “Comme chez soi” y el abono gratis en Aspria. Empezar desde cero con alguien como Nina me aterraba, era como inclinarse ante un abismo y esperar a que una luz iluminara el fondo antes de que me cayera en él. Sus insistentes propuestas me asustaban más aún que su irritación cuando le daba excusas y le prometía una y otra vez que lo pensaría. El tiempo pasó y mi posición en la firma se fue consolidando junto a Cees en paralelo al deterioro de mi relación con ella. El hotel Europa ya no existía, pero tampoco lo necesitábamos porque nuestros encuentros salvajes y regulares del principio fueron decayendo, hasta convertirse en desahogos ocasionales durante los viajes de trabajo. Mi lealtad de conveniencia hacia Cees la empujó a buscar otros cómplices, tanto en su cama como en la firma, para que sus planes salieran adelante. Sí me sorprendió que mi cuñado fuera el elegido para dar el gran salto, pero siempre supe que Rodrigo consideraba el pragmatismo como la mejor arma para lograr el éxito.
– O sea que tu amante y tu cuñado te engañaron. Tu mujer se cansó de ser nadie y te dejó y tu jefe dejó el negocio para vivir de las rentas en alguna isla del Caribe. Y tú te quedaste sin nada por querer tenerlo todo – dijo Adriana.
Su voz me devolvió suavemente al presente, sin recriminaciones pero sin compasión. Sus conclusiones fueron tan exactas que me sentí como un imbécil por ser tan diáfano, por no tener dobleces donde esconder esas miserias que ella percibía con una facilidad extraordinaria.
– Que duela el corazón no es malo – continuó mientras me tendía un gajo de naranja – Uno está vivo cuando siente algo. Y el corazón sigue adelante porque su vida es sencilla: latir mientras pueda.
Esa frase me irritó de alguna manera, me era familiar pero no recordaba dónde la había escuchado o leído. Quise preguntar pero Adriana se me adelantó.
– Yo no pienso eso del corazón, lo dice un noruego, un tal Knausgaard. Se pasa la vida escribiendo sobre sí mismo, igual que haces tú- me dijo con ironía.