Ya va siendo hora de que les cuente la historia de mi diente.
Sabrán ustedes perdonarme la rima pero de diente, ni falta hace que lo diga, no hay sinónimo y no estoy dispuesta a renunciar a ‘contar’, que no es lo mismo ni tiene el mismo sabor de oralidad que referir, explicar, narrar o relatar. Ninguno de ellos expresa el placer de la anécdota o el chisme que se deleita en el pormenor en apariencia, solo en apariencia, trivial.

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Como decía, ya va siendo hora de que les cuente, que explicite con lujo de detalle, la historia de mi diente. A más de uno le parecerá banal. ¿Qué importancia puede tener un diente, uno solo, en la vida de una persona? Y quizá tenga razón quien así piense. Creo, sin embargo, que al concatenar los hechos relacionados con mi diente, que son muchos y se extienden a lo largo de toda mi vida, surgirán coincidencias o se abrirán pistas que tal vez arrojarán luz sobre algunos misterios.
Así que ahí voy.
En la escuela primaria nos enseñaron que tenemos tres tipos de dientes: los incisivos, los caninos y los molares. Pues de un incisivo se trata, y no cualquier incisivo sino el central delantero izquierdo, bien visible apenas una abre la boca.
Ya tenía todos mis dientes definitivos cuando una tarde en que jugábamos a la mancha en el patio de la escuela -yo era mancha y corría detrás de Vera y dos o tres más-, Amelia, que no jugaba con nosotras, me puso el brazo estirado delante para impedirme correr y me caí. Nunca he sabido caer, no puse las manos para amortiguar el golpe y me di de cara contra las baldosas rojas del patio. Resultado: se me rompió el diente dejando una muesca, una especie de luna mirando al costado.
Por supuesto, el juego se interrumpió, las otras vinieron a ver qué había pasado, me ayudaron a buscar el pedacito de diente en las inmediaciones, alguien lo encontró y me lo dio, y me consolaron diciendo que me lo podían pegar de nuevo, que a no sé quién le había pasado lo mismo y se lo habían pegado. Con esa esperanza, me sequé las lágrimas y guardé el pedacito en un pañuelo, aunque no se me fue la bronca contra la culpable de mis males, que quién la había mandado a meterse a Amelia, que de puro mala me había puesto el brazo para que me cayera.
Cuando volví a casa y se lo conté a mi madre, me dijo que qué pena que no había sido el otro el que se había roto, el diente de al lado, el incisivo delantero derecho, que tenía (y tiene) una mancha (oh casualidad, ya van dos manchas asociadas a mis dientes) aparecida de la noche a la mañana y a la que nunca nadie le ha encontrado una explicación plausible. Mi madre siempre fue un as para el consuelo. Pensé que tenía razón y que yo era una imbécil: que habría debido controlar la caída y así matar dos pájaros de un tiro: hacer desaparecer la mancha con la rotura. Ni caerme bien sabía. En todo caso había que llamar al dentista. En la familia se sabía que para estos casos el mejor era Gramuglia.
Hacía unos años Beba, la hermana menor de mi abuela Nora y casi tan bajita como ella, iba en un taxi que frenó de golpe e hizo que se golpeara la dentadura contra la barra de hierro que tenían en aquella época todos los taxis para separar el asiento delantero del trasero. Resultado: se quedó con todos los dientes en la falda. Lo bueno era que había encontrado a Gramuglia que le había hecho unos dientes de porcelana tan fantásticos que parecían de verdad.
De modo que allí fuimos, mi madre y yo, a ver a Gramuglia a su consultorio de la avenida Callao cerca de donde cruza Corrientes. Uno de esos edificios típicos de Buenos Aires con un hall de entrada señorial y un ascensor que nos dejó en una amplia sala de espera.
En mis recuerdos Gramuglia es un hombre calvo, sonriente, ligeramente lujurioso y con una gran disposición a querer complacer. Contrariamente a lo que habían dicho mis compañeras y para mi decepción, nos explicó que no se podía pegar el pedacito. Lo que sí hizo, no todo esa misma vez sino en veces sucesivas, fue pulir el diente roto (por una cuestión estética), determinar que tenía el paladar ojival y mandarme hacer un aparato que llevé durante años, hacerme una funda provisoria (bastante fea) y, por último, por la misma época en que mi paladar había dejado de ser ojival y podía pasarse del aparato, ponerme una corona de porcelana, como las de Beba. Para entonces, yo tendría unos dieciséis años y hacía ya varios que no me acompañaba mi madre al consultorio.
A lo largo de seis o siete años había ido a lo de Gramuglia cada tres o cuatro meses, siempre en colectivo, siempre una breve espera en la sala del mismo nombre y una aún más breve entrevista para ajustar el aparato de modo que ensanchara el paladar unos milímetros más. Recuerdo el dolor, el tironeo en mis huesos jóvenes el día mismo y los siguientes, hasta que mi boca cedía y se acostumbraba al nuevo ancho. Y así sucesivamente hasta que mi paladar alcanzó la amplitud esperada. Entonces le llegó el turno al diente.
Me acuerdo del torno triturando al pobre diente, aunque eso debe haber sido antes, cuando me pusieron la funda provisoria. La tarde de la corona (deduzco que era la tarde porque a la mañana iba al colegio) Gramuglia me quitó el horrible adminículo plástico, vi por última vez a mi verdadero incisivo delantero izquierdo, por cierto bastante disminuido después de la acción del torno, y me calzaron la dichosa y definitiva corona de porcelana. Como sería definitiva, justamente, había habido que esperar hasta mis dieciséis años, edad a partir de la cual se suponía que actuaría como señorita, nada de corridas o empujones que podrían quebrar la tan cara porcelana.
Nadie podía prever que, más de veinte años más tarde y en un lejano país, se me ocurriría empujar un coche y volvería a caerme. Por entonces yo me había divorciado del belga padre de mis hijos y vivía en una exigua buhardilla acogedora y caliente en todos los sentidos de ambos términos. Hasta ahí venía, cada vez que su vida conyugal se lo permitía, un hombre con quien vivíamos una pasión arrolladora. Atravesaba (él) los varios kilómetros y atascos que separaban su ciudad de la mía, trepaba los escalones de dos en dos hasta mi torre y durante un buen rato nos entregábamos a los placeres infinitos de la carne. Luego llegaba el momento de despedirnos. Que se fuera, cada vez que se iba, me dolía como si fueran a arrancarme el corazón. Pero la noche aquella el que no quería arrancar era su coche. No podía irse, yo estaba feliz.
Como suele hacerse en esos casos, mientras él se sentaba al volante, una vecina y yo, ninguna de las dos muy duchas en esos quehaceres, empujamos de atrás. Empujamos unos cuantos metros y nada, no arrancaba. Con la íntima convicción de que no lo lograría, todo mi cuerpo tendido hacia adelante, empujé una vez más con todas mis fuerzas. Y arrancó de repente. Tan cerca estaba del piso por el ángulo que había adoptado para empujar, que ni tiempo tuve para poner las manos (como dije, nunca he sabido caer) y me di de cara contra el pavimento. Aún puedo reconstruir mentalmente el golpe seco de la mitad izquierda de mi rostro contra el asfalto, el dolor intenso y la necesidad de tranquilizarlos, a él y a mi vecina, que acudieron enseguida a mi lado y me ayudaron a levantarme. La cosa no pintaba bien así que, en el mismo auto que ahora había arrancado, me llevaron al hospital más cercano. Era de noche, quizá no tan tarde, pero estaba oscuro. Esperamos horas a que nos atendieran en la guardia mientras la mitad de mi cara se iba hinchando y cambiando de color. No me acuerdo qué me dijeron cuando al fin me vio el médico. Tal vez me hicieron una radiografía pero, en cualquier caso, no descubrieron nada que el paso de los días no pudiera sanar.
Pero lo importante no era el golpe. Lo importante era que, por un precio que al parecer juzgaba módico, mi inconsciente había ganado la partida y el hombre con quien vivía esa pasión arrolladora se había quedado por una vez toda la noche conmigo. Por ahí, en un cajón, tengo unas fotos sacadas los días posteriores al accidente, en que se me ve con la mitad de la cara violeta pero con una sonrisa de oreja a oreja.
No me di cuenta entonces pero, tiempo después, cuando fui al dentista, me enteré de que en la caída se había rajado la famosa porcelana de Gramuglia, una fina línea vertical atravesando el diente de arriba a abajo. Por distintas razones a las que no eran ajenas la falta de presupuesto, decidí, sin embargo, no hacer nada al respecto.
Pasaron años. Dejé la buhardilla, me mudé, me casé… Y entre las muchas novedades que aportó mi marido a la vida cotidiana, había una diminuta dentista iraní que, gracias a sus manos pequeñas y delicadas, logró disminuir mi miedo a los odontólogos y afines. De modo que, por primera vez en mi vida, desde Gramuglia, empecé a ir con regularidad al dentista.
Más años pasaron. Apareció en mis análisis de sangre un signo de inflamación que no se sabía de dónde venía. Consulté a varios médicos sin que nadie encontrara el motivo. Como también tenía que ir al dentista, le pregunté por un proyecto que venía postergando hacía años: cambiar la corona de Gramuglia por una sin rajadura.
Lo primero era desvitalizar el diente. Me dieron turno con el socio de la iraní, también iraní pero pasado por Rumania y llegado a Bruselas no hacía tanto con un bagaje lingüístico de farsi, rumano e inglés básico. Lo malo, o lo bueno, del dentista es que en cualquier caso una no puede hablar. Y a pesar de la deficiencia en el estilo comunicativo, el iraní rumano resultó de una competencia ejemplar en su especialidad. Después de más de una hora con la boca abierta, me comunicó que tenía una infección mayúscula debajo del diente de Gramuglia. Tendría que tomar antibióticos y esperar varios meses antes de considerar el reemplazo de la corona rajada por otra.
Ahora que ya el antibiótico hizo su efecto, no he podido dejar de preguntarme ¿desde cuándo tenía yo esa infección en la boca? ¿puede una vivir con una infección oculta detrás de una corona durante años? ¿Y habrían descubierto el motivo de los marcadores de infección en el análisis de no haber ido yo al dentista? A lo mejor todos los extraños síntomas que se habían manifestado los últimos meses eran culpa del diente. A lo mejor, reproduciendo el destino del padre de mi abuela, el abuelito Alfredo, había estado a punto de morir por una infección en un diente. O a lo mejor este diente estaba queriendo cobrar protagonismo y recordarme todo lo que habíamos vivido juntos.
Todavía falta que nos encontremos cara a cara vos y yo, estimado incisivo central izquierdo, y pueda ver qué queda de tu cuerpo bajo la corona. Hace casi cincuenta años que no nos vemos. ¿Qué sentirás o sentiremos cuando salgas a la luz un rato antes de ser envuelto en una corona nueva?







Me gustó esto, gracias.
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