El otro día soñé con Hossam, que bailábamos un vals de insólita coreografía determinada por nuestra diferencia de altura. Voy a extrañar a ese gigante con alma de niño que a las ocho y media empezaba a quejarse de que tenía hambre y quería volver a su casa.
Sus compañeros marroquíes lo llamaban yogur, porque su apellido es idéntico a una conocida marca que en árabe es sinónimo del producto lácteo. Apodo refrendado además por su costumbre de traer algo de comer para todos, muchas veces justamente yogures -otras, bananas y otras, chocolates- y repartirlos, banco por banco, al comienzo de la clase.

Era un verdadero « armoire à glace » -un ropero, diríamos en Argentina- Hossam, el único sirio en una clase mayoritariamente marroquí más un salvadoreño más una rusa. Siempre llegaba antes que todos, incluso mucho antes de que empezara la clase, porque trabajaba en el restaurante social de abajo y, cuando terminaba su turno, le daba pereza regresar a su casa y volver a venir.
A veces, en ese rato en que estábamos solos -él siempre en la misma silla, al fondo a la izquierda, y yo, en mi escritorio, delante de la computadora, intentando ajustar las actividades que iba a proponerles a los alumnos- me hablaba de sus preocupaciones. Al principio, era que quería mudarse y estaba buscando departamento y, como todo aquel que vive de un modesto sueldo en Bruselas, no encontraba uno acorde a su presupuesto. Pero no sólo eso, sino que hacía mucho que no disponía de un departamento para él solo.
Es que había estado viviendo hasta entonces en una institución psiquiátrica. Yo lo sabía porque me lo había contado una compañera que había sido su profesora antes que yo, la misma que lo había ayudado a conseguir el trabajo en el restaurante, pero no sé si él sabía que yo sabía. Mi colega me lo había contado una vez que estábamos haciendo fotocopias y yo le comenté que Hossam estaba en mi clase y que no era fácil manejarlo porque todo el tiempo y, ante cualquier pregunta, levantaba la mano y respondía, cosas que a veces venían a cuento y otras no, y no le daba oportunidad de decir nada a nadie. Ella se rió porque lo reconoció en la descripción, y me contó que hacía un tiempo Hossam había « pété un cable » (eso dijo: había perdido los estribos, había tenido una crisis con alucinaciones y todo) y lo habían tenido que internar, y desde entonces vivía en institución. También me dijo que había estado casado y su mujer se había muerto. No me explicó ni nunca he sabido de qué. No necesariamente en la guerra, ya que no vivía en la zona de Alepo sino en Damasco.
Quizá haya sido esa ‘fêlure’, esa resquebrajadura de su alma, sumada a una franqueza sin filtros, lo que hizo que me cayera bien desde el principio. Confieso que tenía una debilidad por él y sus comentarios a veces fuera de lugar, en vez de enojarme, como me puede suceder con otros alumnos, podía perdonárselos e incluso me causaban gracia.
En realidad, les causaban gracia a todos que, al principio, tenían tendencia a tomarle el pelo o, peor, pensar que estaba loco. Recuerdo a Ouardia diciéndome más de una vez, con gesto un poco preocupado: ‘Qu’est-ce qu’il a, Madame? Il n’est pas bien… Il doit aller à l’hôpital…’ Y tal vez, por eso mismo, Hossam se mostraba reticente a integrarse al grupo.
Pero, a medida que pasó el tiempo (estuvimos juntos casi dos años), los compañeros aceptaron su peculiar forma de funcionar y se encariñaron con él. Incluso, algunos compañeros marroquíes lo invitaban a tomar a tomar un café con ellos antes de la clase, de modo que llegaban los tres juntos, Abdelouahid, Khalid y Hossam. ‘Ça va, Madame? Vous allez bien, Madame?’ Y se instalaban en sus asientos habituales al fondo, en la base de la U que formaban las mesas. César llegaba casi al mismo tiempo que ellos. Y luego, de a uno, Ouardia, Svetlana, Mohamed y Abdelilah, siempre último porque trabajaba transportando muebles para Ikea y eso podía prolongarse, a causa del tráfico y el estacionamiento, hasta cualquier hora.
Aunque era fastidioso reexplicar lo que estábamos haciendo cada vez que llegaba uno, yo estaba acostumbrada a ese orden de cosas y lo había aceptado no sólo porque no podía ser de otra manera sino también porque, cuando llegaban, se ponían a trabajar de verdad. A su estilo, con muchas interrupciones y comentarios, pero trabajaban en serio. Lo cómico era que a veces, cuando acababa de llegar Abdelilah, Hossam ya quería irse porque, según él, como había llegado antes, ya había cumplido con las horas debidas pero, sobre todo, porque tenía hambre.
Levantaba la mano y con su vozarrón anunciaba: ‘Madame, je vais partir. J’ai faim.’ Svetlana me miraba y se reía. Yo intentaba frenarlo con argumentos tales como que tuviera paciencia, que pronto íbamos a terminar o que los demás también teníamos hambre. Abdelouahid y los otros solían apoyar mis argumentos con comentarios por el estilo. A veces lográbamos retenerlo un rato pero, si realmente estaba decidido a irse, no había quien lo detuviera: se paraba y se iba.
Pero las dos o tres últimas veces que pidió irse antes del final de la clase no era porque tenía hambre sino porque quería ir a buscar a un amigo o amiga (no era fácil saberlo con su uso aproximado de los artículos) que llegaba de Amberes a la Gare du Midi. Ya había dejado entrever antes que pasaba a menudo los fines de semana en Amberes, al parecer con la misma persona que iba ahora a buscar a la estación. Me atreví a preguntarle en uno de nuestros momentos confidenciales y así me enteré de que era una mujer, si mal no recuerdo, ucraniana.
Yo debo de haber puesto cara de póker pero me moría de ganas de saber más. Tanto más cuanto Hossam le decía a quien quisiera oírlo (y los compañeros le tomaban el pelo por eso) que quería casarse. Que se sentía solo y quería casarse. Lo decía con el mismo tono con el que afirmaba que tenía hambre. Quizá le pregunté entonces: ¿te vas a casar con ella? La respuesta fue tajante: nooo. ¿Y por qué no? Porque me voy a casar con una siria.
No me pregunten cómo me enteré (supongo que lo deduje de conversaciones telefónicas y comentarios al pasar) pero antes había estado saliendo con una marroquí que quería casarse con él pero él se negó. Tenía que ser una siria.
¿Por qué? Ante la insistencia mía o de algunos compañeros, la conversación acababa en un callejón sin salida. Porque sí. Porque un sirio se casa con una siria. Pero no cualquier siria porque, como me explicó, la mayoría de sirios que viven en Bélgica son campesinos, provenientes de un medio muy diferente del suyo. Así que ya estaba decidido: le iba a pedir a su hermana que le encontrara una mujer con quien casarse. Me pregunto qué pensaba la ucraniana de todo esto, si es que estaba al corriente.
El día del examen oral, ante una pregunta mía que no sé por qué nunca le había hecho antes, me contó las razones por las que había tenido que irse de Siria. A diferencia de Mariam, Rima, Abdulqader, Hussein, Raed, Mustafá y muchos otros alumnos sirios que he conocido a lo largo de estos años, no fueron los intensos bombardeos sobre sus casas en Alepo o Idlib o Latakia los que lo empujaron al exilio, sino el robo de un auto.
Hossam vivía en Damasco, donde tenía un buen trabajo y un buen pasar. Vivía probablemente con su mujer, de la que nunca, en todos los meses de curso, tampoco durante el examen, dijo una sola palabra. Tanto le dolería su pérdida.
El hecho es que se había comprado un coche nuevo, creo que un Mercedes. Pero, con todos los documentos en la guantera que atestiguaban que él era el propietario, se lo robaron los militares de Bashar al-Asad, que lo usaron para ir a Homs con armas con las que cometieron crímenes atroces. Por ser Hossam el dueño del coche, los familiares de las víctimas podían acusarlo de ser el asesino. Pero el ejército de Bashar al-Asad también tenía interés en que cerrara el pico. Estaba atado de pies y manos.
Así que, por consejo de su madre, que temía represalias de cualquiera de los dos bandos, dejó el país. Vivió en Alemania, Suecia y Holanda, países donde tiene parientes, no sé en qué orden ni cuánto tiempo, pero decidió quedarse en Bélgica porque es donde se sintió mejor tratado. No ha podido volver a Siria, ni siquiera para el fallecimiento de su madre hace unos meses y a cuyo entierro asistieron todos los hijos excepto él. Se oye el dolor en su voz cuando lo dice. También se siente una mujer fuerte, que decidió el destino de su hijo, aun a costa de perderlo. Quizá la hermana sea la heredera de esa fuerza y por eso confía en ella para que le encuentre una buena esposa.
El último día, cuando nos despedimos todos después de una opípara comida en un restaurante sirio del barrio, a diferencia de los besos y abrazos de los otros, me da la mano, su mano enorme de gigante.






