(O cómo ver lo que nos falta en la vida de los otros)
Cuentan que en la ciudad de Bruselas hace, ya muchos años, en el majestuoso edificio del Palacio de Justicia tuvo lugar un largo juicio, de lo más curioso, singular, terrorífico.
Fue el caso de Xavier, un diplomático parisino moderadamente conservador, como todos los parisinos que por entonces vivían en Bruselas. De unos 50 años y poco pelo, él vivía cerca de la place Dailly. Un jueves, de la noche a la mañana se encontró solo en todo su edificio. Espantado por la desaparición de sus vecinos, fue a denunciar tal hecho a la policía del districto de Schaerbeek.
No era su primera pérdida, porque hacía justo un año, su prometida le había abandonado dejándolo solo con más de la mitad de sus sueños sin cumplir. Por este doble duelo, era extramadamente díficil para él explicar delante del juez este nuevo vacío.
–Mi señoría, aunque yo nunca tuviera especial aprecio por mis vecinos, sí guardo y guardaré siempre un recuerdo agradable y bonito de ellos.
–¿Asegura que conocía bien a sus vecinos? –preguntó el juez con hastío.
–Sí…, más o menos. Por ejemplo aquel polaco que me ayudó a entrar una noche cuandó perdí las llaves y estaba totalmente despistado, o aquella chica alemana del tercero, tan joven pero sin oficio ni beneficio. También la famila ecuatoriana de la planta baja con la que coincidí sólo en un par de ocasiones, porque pronto me anunciaron que se marchaban, y quienes me explicaron su vida en menos de media hora en la entrada del edificio, en el espacio entre las escaleras y el ascensor. Un amigo me dijo una vez “Los vecinos son los familiares más cercanos”…
–¿Nunca le irritaban? –le interrumpió el juez con tono seco y directo.
–Nunca los llegué a odiar, a pesar de lo alto que hablaban, y del ruido que hacían al subir y bajar con sus carritos de bebé y con las bicicletas de los niños, aunque me irritase la luz que desprendían sus coches, porque no me dejaban pegar ojo por las noches.
–¿Por qué ha utilizado la palabra “odiar” hablando de sus vecinos? –preguntó con suspicio el juez.
–Mi señoría, no les odiaba… A pesar de que me recordaran con su presencia cada día la perdida de mi amada y la vida que nunca iba a tener, necesitaba su alegría para poder continuar viviendo.
–Por eso mismo decidió eleminarlos, matarlos… –interrumpió con ímpetu y súbitamente el fiscal. Los hizo desaparecer porque en ellos veía los negativos de las fotografias de su vida, porque en ellos veía reflejadas las carencias de su vida, y con ellas, las imágenes de su vida ya perdidas.
–¿Y si usted no lo hizo, quién fue? ¿Tiene alguna idea de quien pudo ser? –preguntó el juez del caso en un tono de desesperación y de ruego, agotado de aquel laberinto sin salida.
–No lo sé, su señoría, no lo sé. No obstante, aquella mañana, cuando me desperté y no sentí el bebé del tercero llorar, ni tampoco escuché los gritos del segundo llamando a la enfermera a gritos como acostumbraba a hacerlo. Aquella mañana fue horrible, me asusté mucho, y sentí que algo se tambaleaba debajo mío, que el suelo se movía, que ya no había tierra firme debajo de mí.
Durante todo el juicio quise levantarme y decir que fui yo. Yo, el autor de este relato, fue quien los eliminó, y me retuve para decir que era yo el culpable de tan miserable crimen.
Lo sé, un expatriado parisino no puede matar ni eliminar a sus vecinos. No podía odiarlos, pero tampoco yo en mi situación podía. Lo reconozco. Yo lo hice por puro capricho literario. Sentí miedo por Xavier y por mi imaginación perversamente exhuberante. ¿Cómo pude yo crear a un tan desbalido, frágil y vulnerable protagonista en mi historia?
Había querido darle la oportunidad de salir corriendo y empezar una nueva vida, fuera de recuerdos, marcas y costumbres establecidas. Con ese gesto, literariamente adonino, quería ayudarle a levantar el ancla de Bruselas, y obligarle a navegar de nuevo por horizontes lejanos y libres. Soy el autor y puedo hacer todo lo que me venga en gana.
Cuenta la leyenda que debajo del Palacio de Justicia existe otro Palacio de pasadizos subterráneos en los que se escondieron cientos de personas para no ser descubiertas durante las dos guerras mundiales. El autor, que durante toda la historia no había sabido qué hacer con los vecinos eliminados, un día entró en la cárcel por su propio pie, y allí, se le ocurrió que podía esconderlos en los salones y pasadizos secretos subterráneos del Palacio de Justicia. En ellos, dichos personajes descubrieron que también durante las excavaciones habían realizado habitaciones, y cocinas y baños secretos. A veces, aunque se camufablan con los railes del tranvía se oían ruidos y se escuchaban canciones, conversaciones y risas. Se podía hasta oler a pan recién hecho, confundiéndose con el de las cocinas de los restaurantes del barrio.
Cuenta también la leyenda que Xavier llegó a saber que sus ex-vecinos estaban allí, y decidió irse a vivir con ellos. Al cabo de un tiempo, su autor decidió hacer algo para que levantara el vuelo.
Javier-Xavier: proviene de la palabra euskera “etcheberri”. El significado del nombre es “Aquel que vive en casa nueva”.