Fe, historia de una cicatriz

Esta historia me gustaría dedicársela a mi amiga Pepa, y a todas aquellas personas que luchan por los demás, para que sus vidas tengan una línea de luz.

A veces, y en función del tipo de crisis por la que estaba atravesando después de 7 años viviendo en Bruselas, lo que más le gustaba a Ruth era salir de Bruselas. Ruth era traductora e intérprete autónoma en diferentes instituciones europeas, y su trabajo le gustaba, aunque siempre supo que su vacación frustrada era la de periodista. No obstante, había llegado a tener un estilo de vida parecido al de muchas periodistas, o al menos eso pensaba ella, porque tenía amigos en todo el mundo. Tenía ya alrededor de los 50 años y un amplio bagaje viajero, gente conocida y aventuras vividas.

El aeropuerto estaba cerca, y tenía muy buenas conexiones con otros aeropuertos. Los vuelos eran muy baratos gracias a la competencia entre las aerolíneas creadas en una época de capitalismo ferviente.

En uno de esos viajes de fin de semana, se plantó en Madrid y pudo reencontrarse con buenos amigos con los que había compartido cuatro años de vida en Bruselas.

Después de un fin de semana de museos y buenos recuerdos, llegó el domingo. Caminando a lo largo de Madrid Río, su amiga Sarah, que le había hecho de magnífica cicerona durante todo el fin de semana, le contó que estaba ayudando colaborando con la Cruz Roja como voluntaria, que había conocido el caso de Nasha, una chica ruandesa, y que le había conmocionado profundamente.

Nasha tendría unos 25 años, aunque aparentaba más, sobre todo por sus párpados caídos, y su forma de caminar y mirar. Había dejado su país y había llegado hasta Marruecos donde había trabajado como “esclava” en casa de una familia para ganarse los 1000 euros que costaba atravesar en patera el estrecho de Gibraltrar. La Cruz Roja le había recogido en Algeciras, y le había llevado hasta una casa de acogida en Madrid donde podía quedarse máximo dos meses.

Sarah se había comprometido en ir a ver a las chicas a la casa, hacerles compañía, hablar con ellas, hacer actividades juntas, y hacerles pasar las cuatro horas más divertidas, o al menos agradables, de su semana. Gracias a los cuatro años vividos en Bruselas hablaba perfectamente francés, y podía interactuar y entenderse bien con ellas. Además Sara llegó a implicarse de una forma muy especial, hasta tal punto que reinvindicaba desde su blog la intensa frutración que sentían estas chicas pese a las buenas condiciones que eran tratadas en las casas de acogida de la Cruz Roja.

Una cosa tenían en común. Sarah quería cambiar de vida, país y trabajo, igual que Ruth, igual que Nasha. Eso y la “h” en sus nombres.

Durante el mes que Sarah había trataba con Nasha, había observado su mutismo, que no venía de su falta de voluntad, porque seguía las instrucciones y consejos que recibía de ella y otras voluntarias. Otra cosa que le chocaba es que siempre vistiera el mismo vestido largo y oscuro, que contrastaba enormemente con esos vivos colores en la ropa africana a la que estaba acostumbrada cuando vivía en Bruselas.

En una de esas tardes, observó que tenía una línea-herida infectada, y muy fea, en la parte baja del vientre.

Sarah –¿Que es esto, Nasha? Tienes una cicatriz en el vientre. ¿Qué te pasó?
Nasha –Rien madame, une fausse couche.
Sarah –Pero, ¿Por qué tienes una cicatriz? ¿Dónde te la hicieron? ¿Cuándo?
Nasha –Rien madame, rien, une fausse couche.

Sarah no la creyó. Tenía miedo. Debió ser un aborto mal realizado tras una violación por parte del propietario al que servía en la casa en Marruecos. Pero no quiso seguir preguntándole. Pensó pedirle a los responsables de la Cruz Roja que hicieran lo posible para que la viera un médico.

Ruth –¿Y qué pasó, Sarah? ¿Pudo verla un especialista y diagnosticarle de qué se trataba?
Sarah –No, una de las responsables la llevó a unos de los médicos que se ocupan de ella, pero no pudieron hacer nada por cuestiones jurídicas.
Ruth –¿No?
Sarah –No. Son ilegales, no tienen papeles, ni documentación, están en estado de refugiadas y temporales, máximo, dos meses.
Ruth –¿Y la policía?
Sarah –La policía no pudo hacer nada. Pasados los dos meses estas chicas tienen que dejar el país, y suelen ir a Francia o a Bélgica, donde tienen familiares.

Ruth, volviendo a Bruselas el domingo por la noche, y saliendo del aeropuerto de Zaventem, caminaba observando las calles y las gentes de Bruselas, y veía y se imaginaba a aquella chica. La buscaba, se imaginaba que podía ser cualquiera de las tantas africanas que viven en Bruselas, y que observaba cada día en sus largas caminatas de reflexión. Y también se imaginó y vio esa herida-línea mal curada en el vientre de Nasha.

No sabía cómo se decía fausse couche en español. Tampoco pudo saber nunca si aquella chica llegó a tener una mejor vida en Francia o en Bélgica. Los dos meses ya habían pasado. No obstante, su instinto tenía la certidumbre que tenía fe, y por eso dejó su pais, se dejó esclavizar, cruzó el estrecho, calló en la casa de acogida de la Cruz Roja su violación en Marruecos, y ya fuera de España, ocultó su ilegalidad y se refugió con sus familiares en otra casa.

Raquel

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