Plaza de Meeus

square de meeus

Nuestro apartamento, junto a otros cuatro, ocupaba la tercera planta de un edificio al lado de la plaza de Meeûs. Una “B”, construida con metal dorado, adornaba la parte superior de la puerta de entrada. El piso era muy pequeño, unos cincuenta metros cuadrados, pero servía perfectamente para lo que necesitábamos entonces. El contenido de nuestras maletas apenas ocupaba la mitad de los cajones del dormitorio. Los armarios de la cocina contenían utensilios viejos, cargados con el tono grisáceo de un uso demasiado continuado. Carlota se negó a comer con ellos y compramos platos y cubiertos por unidades en una tienda de la “Chausée de Ixelles”. Tampoco quiso dormir con el edredón y las almohadas que nos proporcionó el casero, ni secarse con las toallas del baño.

– A saber quién las ha usado antes ¡Qué asco!

Yo sabía que Carlota era escrupulosamente limpia, pero no me esperaba comprar duplicados de cosas que teníamos de sobra. Nuestros muebles y todas nuestras posesiones estaban almacenados en Madrid hasta que encontráramos un lugar adecuado para vivir. Decidí que no merecía la pena discutir por unas toallas y unas sábanas de más. La preocupación sobre mi nuevo trabajo en la consultoría no dejaba espacio para esas tonterías. Rodrigo me había convencido de que tenía un lugar en la firma y un futuro muy prometedor junto a ellos.

– Si haces lo mismo que yo, en un par de años serás socio. Esto no tiene nada que ver con el bufete de tu padre- me había repetido muchas veces.

Nuestra primera conversación al respecto tuvo lugar a mediados de 2007. Entonces Rodrigo llevaba dos años trabajando en Bruselas. Estábamos comiendo en un restaurante y yo le contaba la enésima trifulca con mi padre.

– Y me obligó a revisar los contratos tres veces sin necesidad y…

– No me cuentes más – me cortó Rodrigo.

Su tono tajante me sorprendió porque solía escucharme con paciencia y sus observaciones siempre me hacían sentirme mejor.

– No puedes seguir quejándote – prosiguió-. Tu padre y ese bufete te están devorando. Tienes que marcharte cuando aún hay tiempo.

El Rodrigo que me hablaba era un desconocido. Le había notado algunos cambios en el carácter, pero me decía que eran consecuencias de su divorcio. Irene no había querido acompañarle a Bruselas y Rodrigo pronto demostró que volver a Madrid regularmente no era algo que le interesara. Sus visitas se espaciaron progresivamente hasta que llegó la inevitable separación. Todo el asunto había sido muy doloroso para las familias y los amigos, pero sobre todo para Irene. La pobre desapareció de nuestras vidas sin dejar mucho rastro.

Rodrigo, sin embargo, estaba feliz con su nueva soltería. Un aura de rotunda satisfacción le envolvía como una nube brillante. Le recuerdo aquel día, impecablemente peinado y algo recostado en la silla del restaurante. Llevaba puesto un carísimo traje de Hugo Boss y su Rolex destellaba con descaro bajo las luces. Algo se removió desagradablemente dentro de mí durante aquella comida. No era envidia, nunca me había interesado lo que Rodrigo poseyera o lo que ganara. Supongo que me asustaba descubrir que cosas que creía inamovibles estaban dejando de serlo. Rodrigo y yo habíamos estado siempre unidos, igual que las dos caras de una moneda. Nuestras madres habían sido amigas antes de que naciéramos, habíamos ido juntos al colegio y a la universidad. Nuestros despachos estaban a cinco minutos el uno del otro hasta que se marchó a Bruselas. Incluso éramos familia, porque me había casado con su hermana. Comprendí durante esa comida que todo ese pasado en común se había convertido en una amalgama de recuerdos sin relevancia. Rodrigo había empezado un camino en solitario y me había tomado la delantera por primera vez. No me había hablado de ello, no me había preguntado mi opinión como solía hacer. Yo me estaba quedando atrás y él no daba signos de que quisiera esperarme.

– ¿Crees que puedo dejar a mi padre solo con el negocio? No tiene a nadie más- le dije.

Mi escusa era patética, yo lo sabía y Rodrigo también. No había justificación alguna a mi desidia de años. Mi padre me explotaba, me pagaba una miseria con la promesa de que el negocio sería mío cuando se jubilara. Pero ya tenía más de setenta años y seguía controlando cada segundo que pasaba y cada letra que se escribía en los despachos del bufete. Y se entrevistaba a solas a los clientes importantes, a aquellos a los que asesoraba en sus transacciones financieras al extranjero. Mi humillación se repetía diariamente delante de las puertas cerradas de su despacho y yo nunca había hecho nada al respecto.

-¿Es tu vida o la suya de la que estamos hablando?- me contestó Rodrigo con una frialdad que me avergonzó aún más que la puerta cerrada del despacho de mi padre. Sentí la garganta seca y unas absurdas ganas de llorar.

Rodrigo cogió la copa de vino en silencio y bebió despacio. Su mirada vagaba entre las mesas, los clientes y el ventanal con vistas a la calle. Me pareció haber dejado de existir aunque estuviera sentado delante de él.

– ¿Y tú crees que podría haber algo para mí en tu consultoría?-

Las palabras se me escaparon solas en un acto de desesperación que no pude controlar. Me sentí ridículo y supuse que Rodrigo se enfadaría. No me creería y se diría con toda lógica, como me decía yo, que mi interés en marcharme a Bruselas no podía nacer de repente, durante una comida.

– ¡Pues claro, hombre! Pensé que no ibas a preguntar nunca- me contestó Rodrigo con una enorme sonrisa que me dejó atónito.

No supe qué decir. Reconocí a mi amigo pero sólo durante unos segundos, porque se convirtió de nuevo en el desconocido cuando empezó un monólogo interminable sobre la firma. La descripción era muy detallada, no comprendí bien lo que me decía y creo que dejé de escucharle. Poco importaba. El proceso se había puesto en marcha y asumí que no había vuelta a atrás. Me sorprendió sentir un gran alivio al comprender que había dejado de ser una marioneta entre las manos expertas de mi padre. Ahora tendría que buscarse otro imbécil para que trabajara en el bufete. Yo no estaba disponible porque acompañaba a Rodrigo en su aventura belga. Volvíamos a caminar juntos y pronto seríamos las dos caras de una misma moneda.

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Seven Writers. Three Languages. One City.
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