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Jacobo se autopercibía actor de radio novelas. Instalado en medio del salón, apostrofaba a todos los que por ahí pasaban lanzándoles las frases que, en su no tan humilde opinión, se ajustaban mejor a la situación o al personaje. Tenía todo un repertorio que se había aprendido de memoria a lo largo de años de convivencia con la familia, en particular con el dueño de casa, Juan para los amigos, « el señor » para la sirvienta y los acreedores, que era sin duda su predilecto.
Debido a su discapacidad, consecuencia de un grave accidente sucedido mucho antes de que Jacobo llegara a la casa, Juan pasaba la mayor parte del tiempo sentado en un sillón a escasos centímetros de la percha donde se posaba el actor en devenir. Esta cercanía había sin duda contribuido a que fuera no sólo su principal modelo a imitar sino a que adoptara abiertamente su punto de vista. Casi habría podido decirse que Jacobo, con su plumaje verde brillante y su pico ganchudo, se había convertido en el alter ego de Juan porque decía sin tapujos lo que en boca del hombre habría resultado ofensivo.
Si veía venir, por ejemplo, al hijo adolescente con su habitual cara de pocos amigos, sentenciaba, en el mismo tono que le había oído al padre y como quien no quiere la cosa, « a estudiar, a estudiar », a lo que el chico replicaba con una miraba furibunda. Y si desde el comedor se acercaba Francine, la dueña de casa, llevando una pila de platos sucios a la cocina, lanzaba con la voz gruesa de su marido: ¿dónde están mis camisas planchadas? o ¿cuándo vas a ir a la tienda? O ¿ya has limpiado el excusado? Francine se hacía la sorda porque, de haberle prestado atención, le habría tirado los platos por la cabeza. Ya bastante tenía con haber aceptado su presencia en la casa que significaba una boca más que alimentar, aunque en su caso fuera un pico.

Drawing by Tereza Giannitsadi
Pero había dos cosas que a Jacobo le encantaba hacer, porque en ello podía demostrar sus dotes histriónicas. Una, era posarse en el aparador para mirarse en el espejo que estaba en la pared justo detrás y, tras admirarse largamente, entonar siempre con la misma melodía: ‘Jacobo es un loro hermoso’. Ya no se acordaba cómo ni de quién lo había aprendido pero estaba muy orgulloso de esta habilidad y la practicaba cada vez que podía.
La segunda era arrellanarse en el alféizar alrededor de las cuatro de la tarde, cuando ya todo el mundo se había despertado de la siesta y empezaban a pasearse por la calle lindas mujeres perfumadas, y desde ahí lanzar silbidos admirativos seguidos siempre del mismo piropo que le había enseñado Juan: «¡Ay, mamacita! ¡Qué buena estás!»
Muchas mujeres seguían su camino indiferentes pero al menos una o dos veces por semana sucedía que alguna se enojaba en serio, se giraba hacia la ventana y, al descubrir al loro, lo insultaba e incluso le tiraba lo que tuviera al alcance de la mano. Jacobo, que como el lector habrá podido percatarse, vivía suelto en el salón de la casa, esquivaba el bulto moviendo la cabeza a uno u otro lado o volaba hasta la percha. Mientras tanto, Juan, que era quien lo había incitado a hacerlo, se desternillaba de risa en su sillón.
El otro truco que le causaba igual de gracia a Juan era cuando, imitando la voz del amo, Jacobo llamaba al cachorro dálmata que hacía poco había adoptado la familia. El pobre Tayo venía corriendo del fondo a todo lo que le daban sus largas patas para descubrir desconcertado que no era el dueño el que lo llamaba. Se ponía entonces a ladrarle como loco a Jacobo que, para que no lo alcanzaran los dientes del perro, iba a posarse sobre la araña, balanceándola con su peso y perdiendo en el vuelo algunas plumas. A carcajadas se reía Juan de su propia broma hasta que llegaba Francine con cara de pocos amigos, miraba con odio a su marido y barría el estropicio.
Varios años duró ese orden de cosas y todo parecía indicar que seguiría así toda la vida, al menos la vida de Jacobo que, como bien sabe el lector, era un loro y, como tal, longevo. Pero, claro, ni el propio Juan sabía de sus veleidades de actor y todo lo que su cerebro de ave imaginaba para su brillante futuro teatral.
El hecho es que una tarde veraniega en que Juan no le había avisado a nadie que iba a salir, Jacobo se puso a los gritos, imitando la voz del amo en registro dramático, ¡Francine, Francine!
La mujer dejó lo que estaba haciendo y acudió presurosa preocupada por su marido. Cuando descubrió que era una vez más el loro y que su marido ni siquiera le había dicho que se ausentaría, le subió por el cuerpo toda la cólera acumulada en los últimos años y le espetó al ave con desprecio: ¡Pinche pajarraco maleducado! La próxima te arranco las plumas.
Desde su pedestal, con dignidad de ministro o estrella de radio teatro, Jacobo la miró con idéntico desdén y, acto seguido, alzó el vuelo y salió por la ventana.
Nunca más supo la familia nada de él.
¿Nunca? Varias décadas después encontramos al hijo, que ha dejado de ser adolescente hace mucho tiempo, viviendo con su familia en Bruselas. Es una tarde de verano y han abierto las ventanas de par en par con la esperanza de que se cuele un poco de aire fresco.
Pero no es sólo frescura lo que se cuela, sino un alboroto de plumas y chillidos. El primero en verlo es el hijo adolescente de la nueva familia. Posado en el respaldo de una de las sillas del comedor hay un loro verde loro que estudia el entorno con aires de sabelotodo.
Acostumbrado a observar animales, el joven teme que se asuste y se vaya, por eso se queda muy quieto a escasos metros del ave. Unos segundos se miden ambos con la mirada.
En eso emerge de una de las habitaciones el hijo de Francine, el que hace décadas no quería estudiar. Va a hablar pero, de un gesto, el joven que está en el comedor lo detiene. El hombre se asoma con curiosidad y ve, de espaldas, el plumaje verde posado en una silla. Se acerca despacio procurando no hacer ruido. Pero el ave tiene buen oído y gira la cabeza. Cuando ve al hombre, dice ‘a estudiar, a estudiar’. Y enseguida ‘Francine, Francine’.
Al hombre se le abren los ojos como platos y por su boca sale la pregunta: ‘¿Jacobo?’ ‘Jacobo es un loro hermoso,’ responde el ave con la misma vieja melodía.
Señalando al animal mientras se gira buscando confirmación en los otros miembros de la familia que han venido al comedor a ver qué pasa, el hombre dice incrédulo : ‘Es Jacobo.’
‘¿Jacobo?,’ pregunta su mujer. ‘Jacobo es un loro hermoso,’ vuelve a cantar el ave. Y, enseguida, tras un silbido admirativo, «¡Ay, mamacita! ¡Qué buena estás!»
La mujer y los hijos se ríen a carcajadas y el loro los imita provocando un estrépito de risas en cadena que dura varios minutos.
El hombre, en cambio, sigue pasmado. ¿Cómo ha podido Jacobo sobrevivir estos últimos cuarenta o cincuenta años y, sobre todo, cómo ha podido encontrarlo?
¿Es el mismo loro de su infancia, que atravesó las décadas y el océano?
En un intento desesperado lo mira a los ojos, que se ven cansados de tanto viaje, desteñidos igual que las plumas que ya no brillan como solían, y le pregunta
‘¿cómo…?’
Jacobo acerca su pico ganchudo a la nariz del hombre y lanza un inmenso suspiro…






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