La calle de la Ciencia (3)

Metro

Seguí trabajando sin mirar el reloj después de que Rodrigo se fuera. Las horas pasaron muy rápido y me quedé el último en la oficina. El patrón se repitió cada día durante la semana entera, lo mismo que a la siguiente y a la otra. Solo vi a Nina un par de veces durante ese tiempo, en la distancia, ocupada con otros colegas. La temida entrevista de mi formación tuvo lugar con Sabine, su asistente. Sentí un inmenso alivio cuando Lucie me lo anunció, que se mezcló con la inesperada desilusión de no poder disfrutar de su mirada verde. Tampoco la vi durante las semanas siguientes, porque Cees la envió a la oficina de la firma en Luxemburgo. Gracias a ello conseguí concentrarme intensamente en el trabajo, incluso durante los fines de semana. Carlota no estaba contenta y me lo hacía saber regularmente con silencios incriminatorios que yo ignoraba sin hacer demasiado esfuerzo.

Navidad llegó de imprevisto, a pesar de las iluminaciones de las calles y el inmenso pino decorado que me daba la bienvenida cada día al salir del ascensor. La oficina cerraba entre Navidad y Año Nuevo y yo hubiera preferido quedarme en Bruselas, pero no conseguí convencer a Carlota. Hasta yo mismo tuve que admitir que quisiera estar con su familia en esas fechas. Rodrigo se fue a esquiar al Pirineo francés con algunos colegas y me dejó solo frente a los ágapes y demás celebraciones. Nada de eso me había interesado demasiado en el pasado, cuando me dejaba llevar por lo que mi familia y la de Carlota organizaban. Este año todo sería diferente porque no tenía intención de ver a mis padres. No habíamos tenido ningún contacto desde mi marcha a Bruselas, ni siquiera una llamada de teléfono. Mi abandono del bufete fue considerado como una inconmensurable traición, un acto indigno de un hijo que les debía todo. Esas fueron las últimas palabras que me había dirigido mi padre, tan cargadas de resentimiento que no me molesté en contestarlas. No había pensado en esa conversación hasta que nuestro viaje a Madrid empezó a concretarse. Tal vez la razón por la que quería quedarme en Bruselas era para escapar de iniciativas fútiles de reconciliación. Carlota y mis suegros podían ser particularmente insistentes sobre este asunto, lo que me ponía de muy mal humor.

Viajamos el día antes de Nochebuena por la mañana y cambiamos una Bruselas congelada en gris por un Madrid espléndidamente soleado. Se me había olvidado en pocas semanas la intensidad del azul de un cielo desprovisto de nubes. Mis suegros fueron tan amables como siempre y nos ofrecieron hospedarnos en su casa. El rostro de Carlota se iluminó desde el momento en que el avión aterrizó en Barajas. Parecía que una luz flotaba sobre su cabeza y la acompañaba en todos sus movimientos como una hermana agradecida. Apenas la vi durante aquellos días navideños, ocupada en permanencia junto a alguien de la familia para organizar lo que fuera. Los menús de la cena de Nochebuena y la comida de Navidad, el centro para decorar la mesa o el papel de envolver regalos. Todo parecía más importante que yo, que me sentía un inútil rodeado de tanto jaleo. Decidí que podría desaparecer del piso de mis suegros hasta que alguien se diera cuenta y me solicitaran de vuelta. No tenía ninguna preferencia sobre dónde ir, así que empecé a coger el Metro y bajarme donde me apetecía. Durante esos días pasé tiempo recorriendo los alrededores de Chueca, Nuevos Ministerios y la Gran Vía. No prestaba una atención particular a los lugares por los que caminaba y tampoco tenía ninguna razón para elegirlos. Simplemente llenaba las horas con pasos, igual que ahora en la habitación del hotel cuando no escribo en los cuadernos. Una mañana soleada y anormalmente tibia la pasé en el Retiro, sentado en un banco y mirando las idas y venidas de las palomas. Ese día fueron otros los que caminaban por mí. Y entre esos pasos se colaba a veces el recuerdo de la melena caoba de Nina.

Una mañana, ya cerca de fin de año, decidí intentar encontrar un regalo para Carlota. Nunca sabía qué comprarle y al final siempre recurría a una joya aunque sabía que ella no se la pondría. Se me había hecho tarde y me esperaban para comer, pero no había encontrado nada adecuado después de deambular durante horas por las tiendas de la calle Goya. Todos con quienes me cruzaba parecían contentos y cargados de bolsas, lo que espoleaba mi frustración. Finalmente decidí de esforzarme e ir a una joyería que no estaba lejos y ya me había servido en ocasiones anteriores. Algo tendrían que me permitiría salir del paso una vez más. Fue al volver la esquina, mientras intentaba decidir si compraría una sortija o una pulsera, cuando le vi.

Caminaba por la misma acera que me llevaba a la joyería. Solo pude moverme lo más posible hacía el lado opuesto y bajé la cabeza. El tráfico era demasiado denso y hubiera sido un suicidio intentar cruzar la calle. Quise asumir que no me vería, que el cuello subido de mi anorak me cubría también el rostro como una hipotética máscara salvadora. Cuando nos cruzamos, la mirada de mi padre se encontró con la mía unos instantes. Me pareció que había envejecido años en los dos meses que habían pasado desde mi marcha. Llevaba su inseparable portafolios bajo el brazo y vestía su abrigo de lana color gris marengo. El resentimiento y el orgullo en su barbilla adelantada eran los mismos que me había mostrado el día en de nuestra última conversación. No giró el cuello y tampoco mostró signos de querer acercarse. Siguió andando en sentido contrario al mío con pasos cortos y rápidos, igual que un autómata con las baterías bien cargadas. Yo también continué caminando bajo la extraña sensación de que la calle se encontraba en otra ciudad. Quizás en otro país o en otro planeta y el autómata era yo, esperando que mis baterías se agotasen. No parecía natural pasar al lado de mi padre sin hablarle, no encajaba en el orden normal de las cosas. Entonces comprendí verdaderamente, por primera vez. La evidencia de la situación me golpeó con tal dureza que quise correr, escapar y alejarme como si me persiguieran para hacerme pedazos. Respiré hondo y conseguí contenerme, comportarme aceptablemente como se espera de alguien que va de compras por la calle Goya y lleva un plumífero de Moncler. No me volví, no quise saber nada más de aquella figura patética que se alejaba de mí con sus pequeños pasos robóticos. Esos metros de calle que nos separaban se hicieron miles de kilómetros en segundos. Todo se disolvió, desapareció a lo lejos junto a la figura menuda de mi progenitor, enfundado en su abrigo color gris marengo. Me liberé de mi vida anterior igual que los animales que mudan de piel y la abandonan como un deshecho. Miré al sol brillando sobre mi cabeza y no pude evitar sonreír.

La entrada del Metro se abrió ante mí como una guarida salvadora. Decidí volver al piso de mis suegros sin regalo para Carlota, pero poco importaba. Sin duda su familia le daría tantas cosas que se olvidaría de que yo no le había regalado nada. Y decidí que el año próximo Rodrigo tendría un nuevo acompañante en el Pirineo francés durante las fiestas de Navidad.

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