Hotel 7

sleeping man

La lluvia, acumulada en el tejado, golpea algo metálico en su camino hacia el suelo del patio. El sonido me hace pensar en un tambor tocado con un solo palillo. El ritmo a veces es rápido y otras es lento, según la intensidad del chaparrón. Ese ruido recurrente me irrita cuando me mantiene despierto por las noches, pero hoy lo he estado escuchando mientras cenaba un bocadillo. Una melodía desafinada se componía junto a los silbidos del viento y algunas bocinas. Me pregunto si alguien aparte de mí le prestaba atención.

Ésta es la séptima noche que paso en el hotel. Durante este tiempo he estado descubriendo cosas íntimamente importantes para mi rutina de huésped. El jamón cocido, por ejemplo, no se estropea en unas horas si lo pongo en el alféizar de la ventana. Lo mismo ocurre con los yogures y una botella pequeña de leche. Todo está guardado en una bolsa de plástico que he amarrado al canalón por las asas. Mi otra despensa es una caja de cartón con un paquete de galletas, pan de molde y sobres de café instantáneo. Está colocada al lado del armario junto al hervidor eléctrico que compré ayer. Un poco más a la derecha está el radiador que he cubierto de calcetines y calzoncillos. Se secan bien durante la noche si los extiendo con cuidado.

Esa parte de la habitación me de tranquilidad, me resguarda con la promesa de ocuparse de mi bienestar. Ahí me siento como un montañero que vuelve de escalar una cumbre helada. Tiene frío y está cansado pero encuentra un refugio justo donde el mapa se lo indica, repleto de provisiones y leña. Es un pensamiento absurdo porque yo jamás he practicado el montañismo, pero a mi imaginación no le preocupan esas cosas. Crece y se expande sin advertirme dentro del espacio limitado de esta habitación. A menudo me asusta con universos estrambóticos cuyo origen me es completamente desconocido.

El sosiego nacido en la esquina alimenticia desaparece cuando me acerco al escritorio y a la silla. Los coloqué delante de la ventana, al día siguiente de mi llegada, para aprovechar la luz reflejada en las paredes del patio. No recuerdo exactamente cuándo se transformaron en artefactos inhóspitos.

Al principio pensé que lo que me inquietaba era el sobre marrón que me dio Truman, el qué guardé en un cajón del escritorio y aún no me he atrevido a abrir. Me equivoqué. Me ha llevado un tiempo aceptar que la fuente de mi ansiedad no es ese sobre marrón, sino las páginas manuscritas de los cuadernos. No son inertes, me devuelven el desasosiego que vierto sobre ellas y me hablan en el silencio de mi escondrijo. Me recuerdan con insistencia que existen para ser leídas, que solo tienen entidad si ojos interesados se posan sobre ellas.

He descubierto lo fácil que me es llenar páginas, vaciar mi cerebro de asuntos que se desparraman sin vergüenza sobre el papel. Mis sueños absurdos, mis traiciones, mis mentiras y mis infidelidades. Escribir ocupa las horas del día y de la noche que quiera dedicarles, pero ahora sé que eso no es suficiente. Sólo es una parte de este proceso desprovisto de parámetros que le confieran sentido. Leer lo que he escrito tal vez me aporte algo de lucidez pero no sé cuándo podré hacerlo, porque ni siquiera consigo abrir el cuaderno que he terminado. En una ocasión me atreví con las líneas que el azar me presentó, cuando se me cayó y lo recogí abierto. La letra era la mía, yo había escrito aquello pero apenas reconocí los hechos. Un precipicio de fondo oscuro nació entonces entre esas páginas y yo. Está alimentado con voces que no quiero escuchar, se hace más profundo tras cada palabra escrita. Me acusa de cobardía con arrogancia, desde su cómodo asiento sobre el escritorio. Cada día me obligo a intentar atravesar esa sima, calculo el esfuerzo y creo que puedo hacerlo. Cada día me quedo paralizado al borde de la mesa. La sima es demasiado vasta y me aterra lo que puedo encontrar tras saltarla. Delante del cuaderno cerrado me digo que hay tiempo para intentarlo más tarde, otro día, la semana que viene. La derrota me da dolor de cabeza y lo alivio caminando mis bien establecidos circuitos. La moqueta del suelo ya tiene los senderos marcados y solo tengo que seguirlos a través de la habitación.

Unas migas de pan se me han caído sobre el edredón mientras comía el bocadillo. Las recojo con una servilleta de papel y me levanto para tirar todo en la papelera. Entonces me doy cuenta de que algo no es como debiera. Giro sobre mí mismo, busco en cada esquina hasta que me topo con el cuaderno abierto sobre el escritorio. El miedo me aprieta el estómago y me hace tanto daño como si me hubiera tragado una piedra. Soy un idiota por no haberme dado cuenta antes. Sé con certeza que no dejé el cuaderno abierto, que lo guardé en un cajón del escritorio antes de salir a comprar el hervidor. Hoy no he escrito nada, tampoco he salido en todo el día, así que alguien lo cogió cuando yo no estaba. Me lleno de rabia ante la osadía de un extraño recorriendo mi habitación, husmeando en mi comida, usurpando los pasos de mis senderos en la moqueta. Alguien que ha conseguido una tarjeta para abrir la puerta que cierro cuidadosamente cuando me marcho.

Entonces un relámpago en miniatura ilumina mi cerebro.

La imaginación me lleva de nuevo a otro cosmos inesperado y mi irritación desaparece. Pretendo que la certitud existe aunque sé que es una estupidez. Creo que es ella, mi humilde ángel hacendoso, quien siente curiosidad sobre mi irrelevante persona. Cierro los ojos y me la imagino de espaldas delante del escritorio. Ha abandonado las sábanas sucias, los frascos de detergente y los rollos de papel higiénico. No veo su ropa ni su pelo, no conozco su edad, solo sé que lee de pie, atenta al ruido del ascensor por si tiene que salir huyendo.

*               *               *               *

Me despierto en medio de la noche. No sé cuánto tiempo he estado dormido sobre la cama. Ya no suena el tambor castigado con un solo palillo, por lo que asumo que ha dejado de llover. Un rayo de luz azulada se filtra a través de las cortinas cerradas y cae sobre la mesa. Poco a poco se transforma en un haz suntuoso que ilumina toda la superficie. Supongo que será la luna, aparcada encima del patio durante una pausa de su viaje nocturno. Me levanto de la cama y me acerco pero no descorro las cortinas. No sé por qué no deseo ver lo que hay al otro lado. Esa luz azulada me recuerda a la que salía a través de las puertas de cristal, la primera noche que llegué al hotel. Es tan brillante que no necesitaré ninguna otra para poder leer en el cuaderno. El momento de salvar el precipicio ha llegado con sencillez, casi a escondidas. Me preparo para el gran salto, no debería de tener miedo si ella no lo tiene. Porque ya es tiempo, me digo. Ya es tiempo.

 

 

 

 

 

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Seven Writers. Three Languages. One City.
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