Hace cuatro días que vivo en el hotel. Tengo que comprar un cuaderno nuevo, o mejor más, porque solo me quedan algunas páginas en blanco por rellenar. Me vendría bien dejar estas cuatro paredes unas horas, sentir el sol tímido de diciembre que adivino brillando en el cielo esta tarde. Supongo que el trozo azul y sin nubes que veo sobre el patio no me engaña,pero a pesar de ello decido salir cuando haya oscurecido. Los días son cortos en diciembre, las tiendas están abiertas cuando ya es de noche y los dependientes quieren irse a casa. Podré comprarme los cuadernos sin que nadie repare en mí más de lo necesario.
Ayer cogí el Metro en la Estación Central cuando todo el mundo salía del trabajo. Hoy no lo haré, he decidido caminar hasta la “Rue Neuve”. Son las cinco de la tarde y tardaré apenas veinte minutos. La recepción está vacía al marcharme, lo mismo que ayer. Me pregunto dónde estará el hombre de pelo engominado pero no me preocupa conocer la respuesta. Noto el frío en la puerta y me doy cuenta de que no he cogido los guantes pero decido no volver a la habitación. No quiero sorprender al ángel que ha adivinado mi rutina y me deja sábanas y toallas limpias como regalo de buenas noches. Asumo que es una mujer sin tener razones para ello, porque las voces apagadas que escucho, a veces muy temprano, son indistintas. Tal vez algún día reúna valor suficiente para descubrir su cara.
El cielo está oscuro cuando dejo el hotel y no tiene nubes. Algunas estrellas ocupan la superficie negra, tan dispersas, que hay que hacer un esfuerzo para encontrarlas. Me deslizo en la calle como un fantasma bajo la capucha del anorak y con la mirada dirigida al suelo. No sé si los viandantes se dan cuenta de mi presencia porque no veo sus rostros, solo los pies que caminan en sentido contrario a los míos. Estoy seguro de que ellos saben dónde van, están decididos a recorrer las calles, a coger el Metro o a subir a los tranvías. Yo me siento invisible, me sumerjo entre sus idas y venidas al margen de cualquier propósito. Camino a su lado, me desplazo junto a ellos pero me dejo llevar por la inercia y espero sin prisa a que lo que busco me salga al encuentro. Un supermercado, un restaurante de comida para llevar, una tienda de ropa barata para encontrar calzoncillos y calcetines. Bruselas se mueve a mi alrededor, la reconozco y la observo pero no deseo que me encuentre y me devore en sus designios sin nombre. Tal vez ya lo ha hecho y no me he dado cuenta.
La “Rue Neuve” está sorprendentemente llena aunque las tiendas cerrarán en apenas media hora. Me pregunto qué hay de importante en comprar bajo tubos fluorescentes y música ruidosa. Las colas crecen delante de los restaurantes de comida rápida y el olor a fritura me ataca el cerebro y el estómago. Me mantengo a una distancia razonable mientras vislumbro, unos metros más allá, el cartel de la tienda que me venderá los cuadernos de tapa dura. Mi paso cansino se hace algo más rápido y atravieso el umbral con decisión. Me dejo la capucha puesta, siempre es posible que me encuentre con algún conocido pero lo dudo. Aquí todo es demasiado barato para los gustos exquisitos de mis antiguos conocidos. La sección de papelería ocupa apenas ocupa cuatro estanterías pero tiene todo lo que necesito.
La joven cajera me mira con una sonrisa cansada cuando le entrego los seis cuadernos. El color rubio de las raíces crecidas de su pelo es mucho más bonito que el tono cobrizo que tiñe el resto.
– Son muchos cuadernos ¿Le gusta escribir?- me pregunta con amabilidad.
– Son para regalar a mis sobrinos – le miento sin sentirlo demasiado, porque no tengo ningún sobrino.
Me asombra que alguien sea simpático a estas horas tan tardías para los comercios de Bruselas. Hace un tiempo habría conversado con ella o con cualquier otra dependienta. Le habría mencionado la meteorología del momento y las vacaciones más próximas. Habría pagado en efectivo tras contar las monedas que se acumulaban en mi monedero. Hoy no es entonces y he pagado con mi tarjeta, rápidamente, sin mirar a la muchacha más que unos segundos para decirle un “merci” escuálido. Salgo de la tienda deprisa y me doy cuenta de cuánto echo de menos esa ligereza, ese espejismo de cercanía tras una cháchara educada e intrascendente. Simplemente no puedo explicarle a una cajera de “Hema” que mis únicos interlocutores fiables son los cuadernos que me ha entregado, tras meterlos en una bolsa de plástico.
He comprado pollo “tikka masala” y arroz con pasas en un restaurante indio. También me han regalado unas “samosas” que espero no sean demasiado picantes. La comida está cuidadosamente envasada en contenedores de plástico. El aroma se quedará en la habitación y tendré que dejar la ventana abierta aunque haga frío. No quiero que mi ángel hacendoso sepa lo que he comido cuando venga a hacerme la cama. A Carlota no le gustaba que el olor de la comida se extendiera por el apartamento. Siempre odió cocinar y comer algo diferente de ensaladas frías. Pensar en ella me ha sorprendido, apenas lo he hecho en estos últimos meses. Tampoco he sentido la rabia que persistentemente acompañaba su recuerdo, la que me apretaba las mandíbulas hasta que los dientes me dolían. Su rostro se dibuja en mi memoria, enmarcado por su melena castaña. No lleva maquillaje, no sé si está triste o alegre, en realidad no me interesa imaginar cómo se siente. Su boca se mueve pero no oigo su voz, aunque adivino que está diciéndome algo que no quiero escuchar. Respiro hondo y creo que estoy sonriendo. El rostro se desdibuja, desaparece lentamente de mi cerebro y se desintegra pisoteado por la gente que me rodea. Sigo mi camino de vuelta al hotel, sin prisa. El pollo y el arroz se están enfriando porque hace mucho frío pero eso no tiene importancia. Me quito la capucha y miro al cielo. No hay estrellas que ocupen la superficie negra. Es inútil hacer un esfuerzo para encontrarlas.